En la sala de espera del consultorio, Adriana frotaba nerviosamente sus manos y se llevaba las palmas al vientre para acariciarlo luchando por contener la sonrisa que clamaba por dibujarse en las comisuras de su boca. El entusiasmo la embargaba, algunos meses atrás Daniel y ella habían decidido buscar a su primer hijo luego de que él fuera nombrado director general del Grupo Urriaga. Económicamente era el mejor momento y, además, ella tenía tiempo para dedicarse enteramente al cuidado y crianza de su bebé. El año anterior había perdido su trabajo como maestra de arte y su interés por la fotografía artística había ido decayendo, así que volcó toda su atención en su próximo embarazo.
Por otro lado, su hermana Gaby estaba encinta de su primogénito y la posibilidad de compartir ambas la misma alegría contribuía a que las circunstancias fueran las idóneas. Sin embargo, el positivo que anhelaba tardó más en llegar de lo que pensó poniéndola ansiosa a lo largo de algunas semanas. Eso se terminó días antes cuando su período no llegó y lo primero que hizo fue sacar cita con la ginecóloga. Aquello le parecía un sueño y apenas podía creer que estuviera aguardando esa tarde para tener noticias de su bebé.
Nerviosa, miró la hora en su móvil. Daniel había quedado de ir con ella a la consulta, pero como de costumbre una reunión de última hora retrasó su salida así que ella se adelantó en taxi y pese a llegar temprano, ya solo faltaban escasos diez minutos para su turno. No quería ni imaginar que él no pudiera acudir a tiempo y sin pensarlo mucho volvió a enviarle un mensaje para el cual esperó respuesta por cinco largos minutos.
—Adriana Orozco —escuchó decir a la recepcionista y sin poder evitar el peso de la desilusión en sus hombros se puso de pie para aproximarse.
Sus ojos dejaron de mirar la entrada y no pudo ver al hombre que llegaba apurado para de inmediato dirigirse a ella.
—Amor —exclamó él alcanzándola.
Adriana se paró en seco al escucharlo y sin más giró hacia él con una amplia sonrisa llena de alivio; acto seguido, se abrazó al cálido cuerpo masculino e inspiró hondo el aroma que la hacía soñar despierta.
—Ya estás aquí —lo saludó sinceramente haciéndolo sonreír. Ella era tan dulce que él apenas podía creer la suerte que tenía de que fuera su mujer.
—No me lo perdería por nada, perdona por tardar tanto. La reunión se prolongó demasiado y el tráfico está imposible.
Ella quiso decirle que nada importaba mientras estuviera a su lado, pero la recepcionista volvió a nombrarla instándola a continuar. Daniel la tomó de la mano y ambos ingresaron a donde la especialista ya los aguardaba. Era una mujer de rostro agradable y muy amable lo que hizo sentir cómoda a Adriana. Durante los siguientes minutos, tuvo que responder a los cuestionamientos que le hizo mientras miraba cada que podía el rostro de Daniel. Él parecía atento a la consulta, pero lo notaba un poco distante así que supuso que algún pendiente había dejado en el trabajo. No obstante, optó por no pensar en eso, que estuviera ahí era suficientemente bueno. Luego de la entrevista, la ginecóloga le pidió que se recostara en la mesa de exploración para realizarle una ecografía.
Todo el proceso fue emocionante para Adriana, tanto que le era imposible dejar de sonreír. Fue así hasta que lejos de decirle algo acerca de su embarazo, la médica comenzó a presionar una y otra vez en los mismos lugares con el transductor del ecógrafo con una excesiva concentración que inquietó a su paciente. Entonces el hermoso sueño se tornó en amarga pesadilla. Adriana la escuchó como en un eco lejano hablar sobre gestación anembrionaria y al igual que un autómata volvió a sentarse cuando se lo pidió frente al escritorio de la ginecóloga que seguía explicándoles lo que había sucedido. A esa altura, ella ya no prestaba atención; su mente se había quedado estacionada en el segundo en que le dijo que no esperaba ningún hijo.
Aquella era la falsa alarma más desgarradora que imaginó. Las lágrimas indiscretas que humedecieron sus ojos solo acrecentaron sus deseos de que esa espantosa consulta terminara. A su lado, Daniel la observaba preocupado por la creciente desolación que percibía en su interior. Buscando consolarla tomó con su mano las de ella e intentó cruzarse con su mirada esquiva sin lograrlo. Adriana parecía tan ausente que daba escalofríos.
—Tendremos que practicar un legrado, pero no se preocupen. Eso no afectará embarazos futuros —finalizó la ginecóloga sin recibir respuesta de la mujer a la que se dirigía.
—Entendemos, gracias doctora. —La respuesta de Daniel llegó tras largos instantes de mutismo de su esposa.
—No creo que lo entiendas —masculló esta.
—¿Cómo dices, amor?
—Tú no fuiste quien lo perdió. No eres quien creyó estar embarazada. Tú no has perdido nada ¡¿Cómo podrías entenderlo?! —Adriana lo miró de una forma que le heló la sangre en las venas. Era un reclamo inesperado; uno muy amargo, profundo y cargado de sufrimiento.
—Adriana… —pronunció sin entender de dónde surgía ese lacerante juicio del que para su esposa era tan culpable.
—Los dejaré solos para que hablen unos minutos.
El anuncio de la ginecóloga y su posterior salida del consultorio lejos de calmar los ánimos provocó mayor agitación en la descorazonada pareja. Para colmo, el móvil de Daniel comenzó a vibrar en la funda que llevaba en el cinturón logrando que el zumbido aumentara el agobio de Adriana.