Durante los días que siguieron, Adriana pensó mucho en lo hablado con Daniel; también en lo que había sucedido entre ellos. Por más que lo intentó, no pudo definirse así misma en qué punto se encontraban. Del divorcio ya no volvieron a hablar y ella detuvo todo el avance del trámite que había hecho; era algo de lo mucho que necesitaban aclarar para seguir avanzando y pensaba hacerlo a la menor brevedad posible.
Por otro lado, pese a que mantenían comunicación constante por mensajes de texto y llamadas, únicamente se vieron en un par de ocasiones más después de su encuentro en la casa de él. Fueron salidas a comer que los hicieron recordar los lejanos años de noviazgo. La forma en que interactuaban definitivamente era diferente pues sin que faltaran las miradas cómplices, los gestos de cariño ni las pláticas amenas, ninguno se atrevía a actuar con la desenvoltura que lo hicieron mientras fueron pareja.
Daniel le estaba dando espacio y lo agradecía porque en verdad lo necesitaba. Le era difícil dejar de pensar en lo descubierto, en lo que pudo haber hecho mejor para evitar perder a su bebé y en los dos años que vivió resentida con él por ello. La única culpable era ella y no podía dejar de repetírselo; era una sensación espantosa y permanente que mermaba la autoconfianza que había logrado luego de un sin número de experiencias. Definitivamente no se encontraba bien, lo sabía y todo le estalló un sábado por la tarde en el que su madre la citó en la casa paterna. Era el cumpleaños de su padre y lo festejarían con una convivencia familiar.
Pese a que Adriana amaba a sus padres y más todavía a Gaby, con su hermano mayor la situación era distinta. Desde muy jóvenes la relación entre ellos había sido hostil y desagradable. Toño era de las personas que gustaban de importunar a los otros, no tenía filtros a la hora de hablar y le importaba poco si sus apreciaciones lastimaban de forma alguna el sentir ajeno. Sus padres y sobre todo su madre habían contribuido a eso. Siendo el único hijo varón y además el mayor, le habían dado mayor peso a sus opiniones, necesidades y deseos que a los de sus hermanas menores. Fue tan notorio que los límites que ellas llegaron a conocer tan implacablemente, para él fueron flexibles e indulgentes reglas que rompía sin remordimiento al no tener consecuencias.
Para Gaby no fue tan malo, siendo la menor era poco lo que convivió realmente con él; no obstante, Adriana que apenas era un par de años más joven, tuvo que sufrir sus constantes arrebatos. Desde agresiones cuando era pequeña que él calificaba de inocentes juegos, amenazas a sus amistades y novios de adolescencia, burlas acerca de la profesión que había elegido hasta comentarios hirientes en los peores años de su relación con Daniel que no hicieron más que contribuir al estado depresivo en el que estaba sumida en ese entonces.
En definitiva, Toño era una piedra en el zapato con la que Adriana lamentaba tener que encontrarse, aunque fuera en una celebración especial como el aniversario del nacimiento de su papá. Lo que su hermano significaba para ella fue más notorio cuando estando sentados en la mesa del jardín de sus padres compartiendo la carne asada que habían preparado para la ocasión, a su madre le pareció pertinente hacer un comentario sobre su estado civil.
—Debiste traer a Salvador, pensé que su relación iba bien —dijo Estela, su madre, que pese a haber sido buena solía ser tan poco prudente como Toño.
Aunque lo de ella era sin maldad; de todos modos, hizo que Adriana comenzara a golpetear los pies bajo la mesa con una creciente ansiedad por el rumbo que tomaba la conversación familiar.
—Mamá, ya ni siquiera salgo con él. —Fue todo lo que respondió esperando que fuera suficiente para acallar el tema y maldiciendo el día que se le ocurrió invitar a Salvador a un lejano evento familiar en el que su madre lo conoció.
Todos a su alrededor excepto Gaby la miraron extrañados; desde sus padres frente a ella hasta Toño y su novia en turno. Oscar que no se encontraba en la mesa sino jugando con el pequeño Leo a unos metros de ellos, también prestó atención y guardó silencio; al igual que los demás, conocía bien que ese tema en especial solía ser fuente de infructuosas discusiones.
—¿Entonces otra vez estás sola? —siguió intransigente su progenitora acrecentando la tirantez en el ambiente.
—No necesito tener a alguien a mi lado. Soy lo suficientemente grande para cuidar de mí misma.
—Pero hija, tienes treinta y seis años ¿Piensas quedarte así toda la vida? —Estela no pensaba darse por vencida.
Adriana bajó la mirada y se llevó la mano a la frente luego de recargar el codo en la mesa en un intento de que se diera cuenta que en verdad la estaba molestando.
—¿Por qué no mejor hablamos de papá? Después de todo es su cumpleaños —terció Gaby para desviar la conversación —Papi, ¿quieres hacer algo después de la comida? —agregó. Lamentablemente, su voz fue rápidamente silenciada por el mordaz comentario de Toño que se alzó por sobre el suyo.
—Mamá ni te molestes, es mejor que esté sola a que elija lo peor que encuentre. Las buenas decisiones no se le dan bien y como dicen “Más vale solo que mal acompañado”.
Su madre y novia sonrieron condescendientes ante sus palabras. Por su parte, su padre únicamente continuó con la vista clavada en la carne que cortaba con el cuchillo y el tenedor para luego llevársela a la boca junto a una buena cucharada de guacamole y salsa; era un hombre que, si podía, evitaba a toda costa entrar en conflicto con su familia, creía firmemente que la carga de la educación estaba en la madre y, como su función de proveedor ya estaba resuelta, no le quedaba más que disfrutar de lo cosechado a base de años de incansable trabajo. En pocas palabras, lo que menos necesitaba era complicarse tomando un bando. Al lado de Adriana, Gaby la detalló; el gesto agrio que se le dibujó en el rostro ya era muy mala señal, más lo fue ver como se agitaba su respiración y apretaba los labios.