Bajo las cenizas

29. Resignificar las pérdidas

Jaime Espinosa sabía que al igual que los médicos, debía estar preparado para recibir llamadas o mensajes de emergencia a horas inoportunas y sin importar si eran días inhábiles; era parte de trabajar en el ámbito privado que aceptaba a cambio de los beneficios que obtenía. Lo otro que había aprendido a lo largo de los años que llevaba ejerciendo su profesión era que los descarriados a veces vuelven al redil y que, si algo sigue doliendo sin tratarse el origen, el sufrimiento sí o sí irá aumentando o se recrudecerá a la menor provocación. Por eso no le extrañó ni un poco recibir el mensaje de Adriana ese sábado por la tarde. Ella era lo que él calificaba para sí mismo como “una cebolla dura de pelar” que se había negado a continuar su tratamiento apenas surgió en el proceso algo que la empujaba a dejar su zona de confort para avanzar; aunque no dejaba de reconocer que en el tiempo que estuvo con él su progreso había sido notable y reconociendo su esfuerzo acordó verla ese mismo día pese a que no era lo habitual.

Lo otro que lo hizo aceptar era la puntualidad de Adriana, tan poco común en un país como el suyo. Así fue como faltando diez minutos para su cita, la tuvo en la puerta del estudio al lado de su departamento que le servía para sus sesiones y que compartía con otro colega. Apenas la vio, la saludó con gusto; no con todos sus pacientes sentía la simpatía que le producía Adriana, además lo alegró verla tan visiblemente mejorada en el exterior, pese a que por dentro necesitara seguir trabajando en sí misma. La notó más delgada siendo obvio que era su peso ideal y que se ejercitaba; tampoco encontró rastros de las ojeras que mantenía cuando la conoció a causa del insomnio que le impedía dormir, y su piel lucía un brillante tono que la embellecía sin necesidad de maquillaje.

—Hola Adriana, que gusto tenerte por aquí —la saludó y luego de que ella le correspondiera, le sorprendió un poco recibir su abrazo afectuoso. Durante casi un año Jaime había sido la persona ante la cual había desnudado sus sentimientos así que le nació el cariñoso gesto; él lo aceptó estrechándola ligeramente pues intuía que lo necesitaba.

Tardaron poco en ponerse al día en lo que respectaba a lo menos trascendente. Adriana le compartió lo bien que le iba con la fotografía y lo inspirador que era sentirse reconocida. Mientras lo hacía, cayó en la cuenta de que con Jaime como con Daniel y tantas cosas en su vida había llegado por una favorable casualidad, pues en medio de la perturbadora confusión que la embargó tras la perdida de su bebé, la ayuda profesional no era una posibilidad que contemplaba.

A Jaime lo conoció en una reunión vecinal a la que su madre la había arrastrado intentando sacarla de su ensimismamiento; él vivía muy cerca de la casa de sus padres y fue extraño como en un instante lo que comenzó como una simple observación se tornó en una profunda plática que terminó con él invitándola a visitarlo en su consultorio. Siendo de la misma edad les fue sencillo entenderse; además, Jaime poseía la voz más mesurada que conocía luego de la de Daniel. Su tono grave y armonioso despertaba el deseo de seguir escuchándolo; a lo que contribuían unos grandes ojos chocolate que miraban sin juicio ni expectativas, capaces de trasmitir calma y comprensión.

Para Adriana era más un amigo que un terapeuta pese a que él nunca había traspasado ese límite profesional; por el contrario, era un hombre muy respetuoso. Debido a eso, le fue sencillo externar el cúmulo de emociones que llevaban tiempo instalándosele dentro tras días y días de pensamientos catastróficos que eran animosamente contrarrestados por otros que le generaban paz, y que sin embargo cada vez le costaba más encontrar. La pelea con Toño no fue más que la gota que derramó el vaso que había comenzado a llenarse desde su reencuentro con Daniel. 

—Te mentí Jaime, cuando te dije que ya no pensaba en Daniel y que ya no dolía más lo sucedido con mi bebé. Lo cierto es que para ahogar las ganas de llorar me llené de rabia contra él. Fue la única forma que encontré de soltarlo y avanzar, pero esa tristeza sigue dentro y ahora más que nunca me es difícil sobrellevarla —expresó con la voz descompuesta y sin atreverse a mirar a los ojos del hombre frente a ella.

—Adriana, lo que te sucedió fue difícil como lo es cualquier pérdida significativa y decepción; es más, lo que viviste es de los mayores dolores que puede experimentar alguien, sin demeritar los otros. Es bueno que ahora sepas lo que en realidad sucedió y también es esperado que eso te haya removido lo otro —Jaime tomó un par de segundos para que ella asimilara sus palabras; para empezar, buscaba hacerla estar segura de que lo que le pasaba era completamente normal —Como adultos aprendemos a vivir con el vacío que nos deja lo que vamos perdiendo a lo largo de nuestra vida. La tristeza no se va y es humano que no lo haga, después de todo es algo que amábamos, nos importaba y que ya no tenemos cerca ni es palpable para nosotros. Pero siempre nos deja algo, así sea el hueco. Es la presencia de sufrimiento y esa sensación de derrota la que nos dice si estamos realmente preparados para seguir o no. También es a través de eso que sabemos que ese vacío sigue absorbiéndonos al punto de ser riesgoso porque se va llenando ya sea de cosas que nos afectan o que nos aportan. Cuando sucede esto último es que dejamos de sentirnos desolados y a cambio, aceptamos y resignificamos lo que nos sucedió para aprender de ello.

—¿Y cómo es posible no llenarse con lo malo? Jaime, si antes pensaba que Daniel era demasiado para mí, saber mi estupidez fue la confirmación de que no lo merecía —Adriana paró de hablar, la punzada en su pecho le dificultaba hacerlo —A él le dije que hace dos años cuando creí que me había engañado fue porque me sentí poca cosa, pero la verdad es que de cierta forma vergonzosa me hizo sentir libre de la carga que yo misma me impuse. Si lo pensaba así, él no era tan perfecto y yo tampoco necesitaba serlo; entonces los papeles cambiaron y él era quien no me merecía. Me obligué a creerlo así para no sentir que había perdido todo.




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