Bajo las cenizas

43. La calma no es opción

Roberto miró su reloj, faltaban cuarenta minutos para la hora en que lo habían citado; aún así no dudó en presionar el botón del interfono. La mujer que le respondió y lo vio por la cámara de este lo reconoció enseguida. La puerta peatonal del portón que daba acceso a la enorme residencia se abrió para él, dándole acceso a los jardines que la rodeaban. Avanzó por el sendero empedrado que atravesaba el verde y bien cuidado césped hasta llegar a la puerta principal. Ahí ya lo esperaba una mujer madura que enseguida le brindó una cálida sonrisa.

—Hola Roberto, hace tanto que no te veía —lo saludó alegremente y esperó a que él se inclinara para plantarle un dulce beso en la mejilla que fue correspondido.

—Buenas tardes, señora Amelia, ¿cómo ha estado? —preguntó admirando el rostro femenino. Tenía una piel hidratada y que lucía hermosa pese a las pocas arrugas que la edad le había obsequiado; vestía un sencillo pero elegante conjunto de blusón rosa claro y pantalón blanco, y su aroma era el de esos perfumes cuya estela permanece por donde pasa la persona que los usa. Su aspecto en conjunto era el de una dama.

—Muy bien, gracias. Por favor, no me digas señora, sé que estoy vieja, pero tú puedes llamarme por mi nombre. —La mujer rio de su propia broma haciéndolo sonreír. Era muy agradable y las veces que la había visto lo trató con tanta amabilidad que Roberto se imaginaba que así debía ser tener una madre más cálida que la suya. —Pasa hijo, dime ¿Federico te llamó?

—Así es, me citó a las siete. Todavía es temprano, pero quise venir antes para no retrasarme con el tráfico, al parecer tuve suerte y este fluyó bien. Espero no ser inoportuno.

—Por supuesto que no, para mí es un placer tener visitas y más si se trata de ti. Aquí hace tiempo que no viene casi nadie y Federico siempre está trabajando.

Roberto sintió un poco de pena que se guardó dentro y junto a ella entró en el hogar al que lo invitaba. Todo parecía igual que la última vez que estuvo ahí. A la izquierda, el espacio en desnivel que albergaba la sala de estar y el comedor, distribuidos con elegantes muebles y adornos que debían valer una pequeña fortuna; a su derecha, se extendía el pasillo que daba acceso a otros lugares de la casa; y frente a él, una entrada abierta por la que se ingresaba al área de la cocina. No obstante, solo había un lugar en esa casa que le interesaba y era la habitación cuya puerta se encontraba al otro lado del comedor. Entre gestos amistosos, el hombre tomó asiento junto a su anfitriona en el cómodo sofá de tonos aperlados y cojines, e iniciaron una charla amistosa. 

—¿Está sola, Amelia? —le preguntó un tanto abruptamente, pero no podía perder mucho tiempo.

—No, la empleada está en el cuarto de servicio terminando unas tareas. Dime ¿te apetece algo de tomar?

—Solo si lo prepara usted, no he probado mejor té que el que me ofreció la última vez.

Ante el halago, Amelia no pudo negarse a la petición de su bien parecido visitante y se puso de pie para dirigirse a la cocina sin dejar de hablarle de vez en cuando alzando la voz por la distancia. Por su parte, Roberto no perdió tiempo e hizo lo mismo; siguió atento a la charla pausada de la mujer mientras que rápidamente se escabullía dentro del estudio de Federico Rentería. Lo conocía bien porque durante el tiempo que trató con él lo recibió ahí en un par de ocasiones, pues hablar en el corporativo era riesgoso y al parecer, le inspiraba suficiente confianza como para abrirle las puertas de su hogar desde que por casualidad su esposa los había visto juntos y mostrado una especial simpatía por el joven. Roberto no lo sabía, pero la pareja había perdido tiempo atrás a un hijo de su edad a causa de una enfermedad terminal, así que Amelia era feliz viéndolo e imaginando que su hijo sería parecido a aquel joven que irradiaba un aura especial, al menos para ella.

Afortunadamente, Roberto encontró de inmediato lo que buscaba: la computadora personal en el enorme escritorio de fina caoba. Cuidándose de no hacer ruido, la encendió de inmediato. Otro golpe de suerte fue descubrir que no tenía clave de acceso ni eran requeridos permisos de administrador para instalar software; y eso fue lo que hizo, colocó en el puerto USB el dispositivo que llevaba con él e inició el proceso de instalación de su contenido. Para cuando Amelia volvió con una bandeja plateada en la que cargaba las dos tazas de tibio té y algunos aperitivos a donde lo había dejado aguardando, él ya estaba nuevamente en el mismo lugar y al verla se puso de pie inmediatamente para ayudarla a acomodar su carga en la mesa de centro. En el estudio del propietario de la casa había dejado todo en orden. Solo quedaba esperar que el computador volviera a encenderse para ver si había tenido éxito.

Algunos minutos más tarde, llegó el hombre al que había ido a buscar. Lo sorprendió un poco encontrarlo ahí, pero al ver la cara de felicidad de su mujer no le importó mucho. No obstante, cortó el amistoso intercambio al pedirle a Roberto que lo acompañara al estudio en el que antes este había irrumpido.

—Te agradezco que hayas aceptado venir, Roberto —le dijo sentándose tras su escritorio en el sillón giratorio de tapicería de cuero envejecido con respaldo y apoyabrazos acolchonados. Su invitado se sentó en una silla similar que quedaba al frente. 

—Para nada, ingeniero. Sabe que puede contar conmigo para lo que necesite.  

—Lo sé y no le daré muchas vueltas al asunto. Es tarde y debes estar tan cansado como yo. Además, mi mujer ya te agobió mucho.




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