La mañana de su último día en el hospital, Adriana despertó con especial alegría. A su lado se encontraba su mamá, dormida plácidamente en el sofá de la habitación de hospital. Daniel no estaba pues ambas mujeres lo habían convencido de ir a descasar unas horas a su casa. Él también había sido herido y los últimos días no había hecho más que estar pendiente de las necesidades de Adriana, por lo que les preocupaba su propia recuperación. Maribel que había regresado, se fue con él para terminar de convencerlo. Antes le prometió a Adriana que cuidaría bien de su hermano por lo que ella podía estar tranquila. En la tarde, ambos pasarían por ella para llevarla de vuelta a su hogar.
A Adriana la cama de hospital ya la tenía al borde del fastidio, así que, cuidándose de no hacer ruido para no despertar a su madre, se levantó decidida a estirar las piernas por los pasillos del lugar. Agradeció que ninguna enfermera estuviera cerca porque solían ser muy inflexibles en las reglas, aún y cuando el mismo médico le había recomendado dar pequeñas caminatas. La indiscreta bata de hospital no le ayudaba al propósito de escabullirse, por lo que tomó prestado el abrigo largo de su mamá que reposaba a su lado y salió de la silenciosa habitación. Afuera las enfermeras estaban en medio del cambio de turno por lo que el módulo de esa área estaba solo, lo que facilitó sus planes. Lentamente avanzó hasta llegar a una sala de espera intermedia en donde se detuvo a tomar agua del dispensador.
—¿Tú también te escapaste? —la voz infantil que escuchó detrás la sobresaltó lo suficiente para que escupiera el trago de agua que acababa de llevarse a la boca.
Tosiendo ruidosamente, giró sobre sí misma para encontrarse con una niña que sentada en una de las sillas la observaba con curiosidad. Sin decir nada, la detalló un poco más. Al igual que ella llevaba bata de hospital. Tenía unos brillantes y grandes ojos color marrón enmarcados por un tierno rostro de mejillas ligeramente ruborizadas. Lo que más llamó su atención fue que llevara el cabello recogido en una gruesa trenza francesa que descendía hasta su cintura.
—Hola, ¿Qué haces aquí sola? —Adriana le sonrió amigablemente en tanto se sentaba en la silla a su lado.
—Ya te lo dije, me escapé. Lo malo es que apenas lleguen las nuevas enfermeras me van a encontrar.
—¿Y por qué te quieres escapar?
La niña únicamente bajó su rostro, acto seguido se recompuso y miró nuevamente a la mujer a su lado. Era muy bonita y le agradaba que fuera una fugitiva como ella.
—¿Cómo te llamas?
—Adriana. ¿Y tú?
—Soy Rebeca, tengo siete años y ya sé leer.
—¿En serio? ¡Que impresionante! —Adriana intentó verse asombrada y en realidad lo estaba, para tener siete años la niña tenía una complexión y altura similar a Leo que era dos años menor. —Debes extrañar la escuela, ¿Falta mucho para que salgas del hospital? Estoy segura de que ya quieres ver a tus compañeros.
—No, no voy a la escuela.
La honesta respuesta puso pensativa a Adriana. Sin poder evitarlo miró alrededor por si algún adulto aparecía en busca de la pequeña.
—Pero a tu edad todos los niños van a la escuela.
—Yo no. Mi mamá…. —Rebeca calló abruptamente y Adriana notó que una tristeza nubló su rostro por un breve instante. —Las niñas libres no necesitan ir a la escuela.
—Ya veo, entonces eres una niña libre.
—Sí, por eso quiero irme de aquí. Si me quedo ya no seré libre.
Adriana se llevó la mano para acariciarse detrás de la oreja pensando en la mejor forma de seguir aquella extraña conversación. Nunca había sido muy buena comunicándose con los niños que no fueran su querido sobrino, pero al parecer el bebé en su vientre le estaba ayudando a compartir una mutua simpatía con Rebeca. Además, por alguna razón, la hizo recordar aquel primer embarazo que fue el principio de la decadencia de su relación con Daniel y el detonante de su depresión; siempre pensó que de haberse logrado habría tenido en sus brazos una dulce niña como la que acababa de conocer.
—Y dime Rebeca. ¿Dónde está tu mamá? —Rebeca bajó la vista negándose a responder, al notar la angustia en su gesto contraído, Adriana supo que algo muy malo le había sucedido. —¿Y tu papá?
—No tengo papá.
—Entiendo —emitió luchando contra el nudo que comenzaba a formarse en su garganta. —Entonces vives con tus abuelitos o tíos.
Rebeca no respondió por largos segundos y ella tampoco supo qué decir, las respuestas de la pequeña estaban logrando inquietarla.
—Pero tienes un cabello muy lindo y largo, siempre quise tenerlo así. ¿Quién te hizo una trenza tan bonita? —Su comentario logró el objetivo y sintiéndose halagada, Rebeca volvió a mirarla con una amplia sonrisa en su pequeño rostro.
—Lucy.
—¿Lucy?
—Sí, es una de las enfermeras… Es la única que me cae bien, es muy divertida y siempre me hace reír. —sentenció en voz baja, compartiendo el secreto con su nueva cómplice.
—Muy bien Rebeca, me gustó mucho conocerte, pero ¿no tienes hambre? Tal vez deberíamos volver a nuestras habitaciones para que nos den el desayuno.
—Sí tengo. —confesó apesadumbrada. —Pero quiero seguir hablando contigo. ¿Por qué no vienes a jugar conmigo un rato? Aquí nadie juega.