Bajo las luces de Londres

Capítulo I - El concierto

Capítulo I

El concierto

La tarde caía sobre Londres con un resplandor húmedo, una claridad que parecía arrastrar la niebla consigo y dejarla suspendida en los muros de ladrillo, en las esquinas de los edificios, en los cristales empañados de los autobuses rojos que recorrían la ciudad. John caminaba despacio por la explanada que conducía al O2 Arena, con la chaqueta colgada del brazo, los bolsillos del pantalón vacíos, salvo por el teléfono y unas llaves que tintineaban al compás de sus pasos. No solía asistir a conciertos multitudinarios. La música le interesaba, sí, pero prefería los bares coquetos de Camden o los recitales discretos en algún sótano donde los músicos tocaban para sobrevivir más que para hacerse leyenda.

Sin embargo, esa noche había hecho una excepción. Bruce Springsteen era un nombre que lo devolvía a otra época, a noches en las que su hermano mayor cantaba en el salón con la guitarra apoyada en la pierna y una sonrisa desbordante. La memoria no era un refugio cómodo, aunque aprendió a soportarla como se soporta el peso de un abrigo mojado: con resignación. Se mezcló con la multitud que esperaba en las colas. Hombres de mediana edad con camisetas antiguas del cantante, parejas jóvenes que parecían venir a vivir una experiencia iniciática, familias enteras con adolescentes nerviosos.

El murmullo era una lengua múltiple: inglés, francés, italiano, incluso un castellano que le recordó tardes de verano en la costa española. John permaneció en silencio, observando los rostros, la impaciencia, las sonrisas. Había en todo ello una vitalidad que él ya no sentía del mismo modo.

Al entrar, la magnitud del recinto lo envolvió. Miles de asientos ascendían como una ola oscura iluminada por pantallas gigantes. El olor a cerveza, a algodón de azúcar, a chaquetas mojadas y perfumes baratos formaba una nube espesa. Encontró su lugar en una de las zonas laterales, no muy lejos del escenario, donde podía apoyar el brazo sobre la barandilla y descansar la espalda.

Las luces se apagaron de golpe. Un rugido atravesó la sala. Las guitarras comenzaron con fuerza, y la voz de Springsteen se elevó áspera, inconfundible, cargada de esa energía que parecía arrastrar a todos a un mismo latido. La gente gritó, aplaudió, levantó los brazos. John permaneció quieto, aunque una chispa lo recorrió por dentro. No era un entusiasmo explosivo, sino un calor antiguo, como si aquellas notas hubiesen estado aguardando en alguna parte de su memoria. Fue entonces cuando ocurrió.

Un movimiento brusco en la multitud lo obligó a girar la cabeza. Una joven se había abierto paso con dificultad y tropezó contra él. Casi cae al suelo, pero John reaccionó rápido y la sostuvo por el codo.

—Lo siento mucho —dijo ella, recuperando el equilibrio. Levantó el rostro. Sus ojos brillaban con el reflejo de los focos. Tenía el cabello oscuro, recogido de manera descuidada, y una expresión que mezclaba vergüenza y determinación. El acento no era inglés, aunque su pronunciación resultaba clara.

—No pasa nada —respondió John, retirando la mano con suavidad.

Ella sonrió, apenas un gesto breve, pero suficiente para dejar algo en el aire.

—Soy Elena.

—John.

—No suelo tropezar con extraños —comentó ella, recuperando la compostura.

—Menos mal, yo tampoco suelo sujetar a desconocidos —respondió él, con un hilo de humor.

—¿Entonces esto es casualidad?

—O destino, dependiendo de cómo se mire.

—¿Vienes solo? —preguntó ella, apoyando la espalda en la valla.

—Sí. Y tú, ¿con amigos?

—No exactamente. Vine por mí misma. Necesitaba estar aquí.

—Eso tiene sentido —dijo John, sonriendo ligeramente—. A veces uno necesita estar en medio del ruido para escucharse mejor.

—¿Conoces todas sus canciones?

—No, pero algunas son suficientes. La voz me basta.

—A mí también. La voz tiene memoria propia —dijo John, mirándola.

La presentación quedó suspendida entre el ruido de la música y el temblor del público. Se miraron un instante más del que exigía la cortesía, hasta que alguien la empujó desde atrás y ella se vio obligada a avanzar unos pasos. John la siguió con la vista. Durante “The River”, volvió a verla. Estaba unas filas más adelante, saltando al ritmo de la canción, cantando cada verso como si fuese un himno personal. Su entusiasmo era desbordante, casi infantil. Él no pudo evitar sonreír. Había algo contagioso en aquella vitalidad. Elena se dio la vuelta de pronto, lo reconoció y, sin dudar, le hizo un gesto con la mano.

John levantó la suya en respuesta, sorprendido de sentirse incluido en aquel instante, como si se conocieran desde antes. La música siguió, las canciones se sucedieron, y cada vez que podía, él buscaba su figura entre la multitud. El concierto concluyó con un estallido de luces y aplausos interminables. La gente comenzó a moverse hacia las salidas, arrastrando consigo un rumor de voces excitadas, comentarios y carcajadas.

John avanzó despacio, sin prisa, hasta que la vio de nuevo, a unos metros, caminando por el mismo pasillo. Ella giró la cabeza y lo reconoció al instante.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó, elevando la voz para hacerse oír entre la marea humana.

—Springsteen nunca decepciona.—Mi padre solía escucharlo. Recuerdo verle cantar en la cocina, golpeando la mesa con las manos. Por eso vine.

John asintió.—Yo vine por lo mismo. Mi hermano tocaba sus canciones en la guitarra.

—¿Y ya no?

—Ya no.

No hubo más explicaciones. Ella comprendió el silencio. Salieron juntos al exterior. La noche londinense los recibió con una llovizna fina que empañaba las farolas y formaba destellos sobre el pavimento. Los taxis circulaban despacio, esquivando grupos de personas que buscaban transporte. El aire olía a río, a humedad, a ciudad insomne. Elena sacó un cigarrillo del bolsillo de su cazadora y lo encendió con un mechero plateado. Aspiró con calma y dejó que el humo se deshiciera en el aire.




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