Capítulo II - Conversaciones al filo de la noche
La lluvia había amainado, pero aún se escuchaba su rumor sobre los adoquines, un telón de fondo persistente. Londres parecía contener la respiración tras el concierto, como si la ciudad misma hubiese asistido al espectáculo y, agotada, se dejara arrullar por el eco de los últimos acordes. El aire estaba cargado de humedad y electricidad, igual que si tambores y guitarras siguieran vibrando en las nubes.
John caminaba junto a Elena por calles que se vaciaban poco a poco. La multitud que había coreado a Bruce Springsteen se dispersaba: buscadores de taxis, fugitivos de metros tardíos, cazadores de autobuses nocturnos. El bullicio quedaba atrás con el estadio, un recuerdo luminoso entre charcos y farolas, y con él la certeza de haber compartido algo irrepetible.
—¿Sabes qué es lo peor de los conciertos? —preguntó Elena.
—¿Qué? —respondió John.
—El postconcierto blues. Cuando todo termina y descubres que la música ya no está en el aire.
—Entonces… tendremos que inventar nuestro propio concierto —dijo John con media sonrisa.
—¿Quieres un sitio tranquilo? —preguntó ella, aún encendida por la emoción.
John asintió. No quería que la noche terminara en la verja fría de Wembley. Había algo en la energía de Elena, en su manera de caminar, con los hombros erguidos y los ojos atentos, que le decía que aquella conversación debía continuar. Promesas silenciosas acompañaban cada paso.
Caminaron un par de calles hasta dar con un pub en una esquina estrecha, uno de esos que parecen vivir fuera del tiempo. El rótulo de roble oscuro pendía bajo la lluvia, con letras doradas casi borradas. Una lámpara solitaria arrojaba destellos amarillentos sobre la entrada. John empujó la puerta y el calor lo envolvió: olor a madera añeja, humo viejo y cerveza impregnada en la alfombra. La penumbra se teñía de reflejos rojizos por las lámparas de pantalla, y las voces se reducían a un murmullo grave.
—¿Siempre te quedas hasta el final de los conciertos? —preguntó Elena, observando los charcos.
—Depende del músico —respondió John—. Algunos te dejan con ganas de más; otros, con deseos de escapar.
—Bruce pertenece a la primera categoría —sonrió ella—. Se siente que cada nota lleva historia.
—A veces me pregunto si los músicos saben el efecto que provocan —dijo Elena, inclinándose hacia John.
—Probablemente no —contestó él—. Aunque algunos lo hacen a propósito.
—Bruce… definitivamente lo hace. Mira, hasta aquí estoy a punto de llorar y ni siquiera me conoce.
El pub estaba casi vacío: dos hombres discutían de fútbol en la barra, un anciano sostenía su pinta en silencio, la camarera lustraba vasos sin prisa. Era un refugio discreto, de esos que se recuerdan más por la intimidad que inspiran que por su aspecto.
Se sentaron en un rincón junto a una ventana empañada. Afuera, la calle brillaba bajo la humedad; adentro, el mundo se reducía a esa mesa.
—No pensé que te gustara Springsteen —dijo John, quitándose el abrigo.
Elena sonrió, acomodando su bufanda mientras jugaba con el borde del vaso recién servido.
—Me gusta su honestidad. Hay artistas que se esconden tras adornos. Él no. Habla de fábricas, carreteras, sueños rotos… siempre hay verdad.
John la observó, sorprendido por la seriedad de su respuesta.
—Curioso que lo veas así. Yo crecí con su música. Cada disco era un mapa que me señalaba hacia dónde podía huir.
Elena ladeó la cabeza, con un brillo inquisitivo en los ojos:
—¿Y huiste?
La pregunta lo tomó con la guardia baja. Se llevó el vaso a los labios, demorando la respuesta. El amargor de la cerveza le sirvió de excusa.
—Una vez. A París.
El nombre salió con un peso inesperado. París. Calles húmedas al amanecer, pan recién horneado, el Sena encendiendo reflejos anaranjados.
Y ella: Marianne, abrigo rojo, cabello recogido, una risa leve capaz de borrar distancias enteras.
John bajó la mirada; el recuerdo era tan nítido que casi podía sentir la humedad del metro parisino.
Elena guardó silencio, observándolo con una mezcla de cautela y curiosidad. No quería romper el momento.
—Yo también salí corriendo, en cierto modo —dijo al fin—. Vivía con alguien. Arquitecto. Tenía planes para todo: la casa, los viajes, incluso los domingos por la mañana. Yo era una pieza más en su maqueta.
Además, me asfixiaba.
La voz de Elena tembló apenas en la última palabra. No era un relato ensayado, sino una confesión.
—¿Y qué hiciste? —preguntó John en voz baja.
—Me fui una mañana. Ni siquiera esperé a que despertara. Dejé las llaves en la mesa. Cuando volví a por mis cosas, ya no estaba en la ciudad. Nunca hablamos más.
—¿Nunca pensaste en volver? —insistió él.
—A veces… pero no tenía sentido. Lo que dejamos atrás son lecciones, no puertas abiertas.
—¿Y tú? —John arqueó una ceja—. Cuando saliste de esa relación… ¿Hubo miedo o alivio?
—Ambos. Miedo de lo desconocido, alivio de poder elegir. El corazón sabe lo que necesita, aunque la cabeza dude.
John asintió despacio, como si esas palabras despertaran algo en su memoria. Pensó en Marianne, en la última vez que la vio junto al Sena, bajo un cielo gris que ya anunciaba despedida. Ella le dijo que no podía esperar, que su vida estaba en Francia.
Y él, torpe en la lucha por lo que deseaba, la dejó ir.
Elena lo sacó de su ensimismamiento.
—¿La recuerdas todavía? —preguntó sin dureza, con genuino interés.
—Sí. A veces. No por lo que fue, sino por lo que quedó incompleto.
Elena bebió un sorbo, digiriendo la respuesta.
—No me asusta tu pasado, John. Todos cargamos con algo.
Esa franqueza lo desconcertó. Bajó la vista hacia el ámbar de su vaso.
—Me preocupa otro detalle —dijo casi en un murmullo—. La diferencia de edad.
—¿Cuánto crees que es? —preguntó Elena, arqueando una ceja.