Capítulo III - Paseos y descubrimientos
Tate Modern
El sol de la tarde se filtraba a través de las nubes londinenses con esa obstinación tímida que nunca alcanza del todo a calentar, pero sí a insinuar la posibilidad de un respiro. John y Elena habían quedado frente a la entrada del Tate Modern. La mole de ladrillo rojizo se alzaba severa sobre la ribera, antigua central eléctrica convertida en templo del arte contemporáneo. A sus pies, el murmullo de turistas y estudiantes se confundía con el rumor del Támesis, que seguía su curso indiferente a la curiosidad de los visitantes.
—Impresiona, ¿no? —comentó Elena, ajustando el abrigo mientras elevaba la vista hacia la torre central. —Sí —dijo John—. Aunque no estoy seguro de que me guste del todo. Tiene algo de prisión. —Quizá por eso es perfecto. El arte debería incomodar un poco, ¿no?
John la observó mientras hablaba. Había en ella una ligereza, una manera de apropiarse de los lugares como si fueran escenarios dispuestos a dejarse habitar. Su entusiasmo no era fingido; cada palabra parecía surgir de una convicción íntima.
Entraron. El inmenso Turbine Hall los recibió con su vacío monumental, ese espacio abierto que parecía más grande que cualquier plaza cerrada. Los niños corrían, las voces rebotaban contra el techo metálico y las instalaciones gigantescas ocupaban rincones como enigmas sin resolver.
Elena avanzaba con paso seguro, deteniéndose aquí y allá, como si todo le resultara digno de detenerse. John, en cambio, mantenía cierta distancia, con los brazos cruzados tras la espalda.
—¿Qué ves? —preguntó ella frente a una estructura de acero retorcido. —Un accidente industrial —respondió él, lacónico. Elena sonrió con suavidad. —Yo veo un esqueleto de gigante. Alguien que existió antes de nosotros y que dejó aquí sus restos para recordarnos lo insignificantes que somos.
John ladeó la cabeza, intentando mirar la pieza desde su perspectiva. Por un momento, el acero adquirió otra dimensión: no la de la ruina, sino la de una huella.
—Tal vez tienes razón —admitió.
El recorrido continuó por salas de paredes blancas donde colgaban cuadros que parecían desafiar cualquier definición. Una serie de lienzos monocromáticos los detuvo. John alzó una ceja.
—Esto sí que no lo entiendo. ¿Qué sentido tiene un cuadrado negro colgado en una pared? Elena lo miró, divertida. —¿Y por qué tiene que tener un sentido? Quizá el significado sea justamente hacernos esa pregunta. —¿Y tú lo comprarías para tu casa? —insistió John. —No. Pero no todo lo que importa debería colgar en un salón. Algunas cosas existen para incomodar, para obligarnos a discutir en pasillos como este.
John sonrió. Esa mezcla de firmeza y frescura lo desarmaba. Él, acostumbrado a observar en el arte una extensión del pasado, encontraba en Elena la capacidad de traerlo siempre al presente.
Se detuvieron ante un cuadro de Francis Bacon. El rostro deformado, las pinceladas violentas, parecían a punto de saltar fuera del marco. Elena frunció el ceño, pero no apartó la vista.
—Esto me duele —susurró—. Me recuerda que todos llevamos dentro un rostro que nunca mostramos. John la miró con detenimiento. En su tono no había afectación, sino una vulnerabilidad genuina.
—Yo prefiero pensar que es solo técnica —dijo él, aunque sabía que la frase sonaba defensiva. —No. Mira —señaló ella—. Esto no lo hace alguien que solo piensa en la técnica. Lo realiza alguno que no podía callar lo que le ardía por dentro.
El silencio entre ambos se volvió espeso, como si aquella pintura hubiera abierto una rendija en territorios que todavía no se atrevían a explorar. John sintió un estremecimiento: ¿qué pasaría si Elena miraba demasiado hondo también en él?
Subieron al último piso, donde los ventanales se abrían hacia la ciudad. Londres se extendía en todas direcciones, con la cúpula de San Pablo dominando la vista. El río serpenteaba, gris y majestuoso, mientras los puentes lo unían a un tiempo y a otro.
—Me gusta este lugar —dijo Elena, apoyando las manos contra el vidrio—. Parece que la ciudad entera fuera parte de la exposición. —Y nosotros, espectadores sin boleto. —O parte de la obra —lo corrigió ella, con una sonrisa leve—. ¿No lo piensas? Cada movimiento nuestro es observado por alguien, aunque no lo sepamos.
John no respondió. Miraba los reflejos en el cristal: su silueta junto a la de Elena, dos figuras que parecían acercarse sin tocarse.
En ese instante comprendió que el Tate no era solo un museo para Elena, sino un laboratorio de vida. Cada pieza le servía para interrogarse, para tender puentes. Él, que tantas veces había mirado con desdén el arte contemporáneo, se descubría dispuesto a escuchar, no tanto lo que decían las obras, más bien, lo que despertaban en ella.
Salieron poco después, envueltos de nuevo por el aire húmedo de Londres. El río los esperaba.
Los cafés
El frío arreció al salir del museo. Una brisa húmeda venía desde el río y se colaba bajo los abrigos como si Londres quisiera recordarles su condición invernal, aun en tardes luminosas. Elena propuso buscar un café cercano; John aceptó con un gesto, agradecido por la excusa de resguardarse y prolongar la conversación.
Atravesaron el puente peatonal que conducía hacia la orilla norte. El pavimento metálico vibraba levemente con cada paso, y las luces que se encendían poco a poco daban al horizonte un aire de escenario en montaje.
Encontraron una cafetería, con ventanales empañados y lámparas que derramaban un resplandor ámbar sobre las mesas. El interior olía a café recién molido y a madera gastada. Eligieron una mesa en un rincón, desde donde se podía observar la calle sin ser vistos demasiado.
Elena retiró su bufanda y pidió un cappuccino; John, un simple espresso. Había algo en esa elección que parecía resumirlos: ella, espuma y ligereza; él, amargura concentrada.