Capítulo IV: El piso en Hampstead
El taxi avanzaba lentamente por las colinas de Hampstead bajo una llovizna fina y constante. Las farolas lanzaban destellos anaranjados que se difuminaban en gotas sobre el cristal. Elena apoyó la mejilla en la ventanilla, contemplando las casas georgianas y los jardines ocultos tras rejas cubiertas de hiedra.
—Vives en un sitio precioso —murmuró, sin apartar la vista.
—Es tranquilo —respondió John con la sobriedad que parecía inseparable de él—. Me gusta pensar que, aunque Londres nunca duerme, aquí aún queda un rincón de retiro.
Elena giró la cabeza y lo miró con una sonrisa ladeada.
—¿Tranquilo significa que controlas hasta tus emociones?
—Más o menos —concedió él, con un leve gesto de complicidad—. Pero contigo… es distinto.
Al llegar, John abrió el portal de madera oscura que olía a cera y humedad. Subieron por la escalera alfombrada; a Elena le pareció que cada peldaño los acercaba a un espacio más íntimo, casi suspendido del resto del mundo.
El piso los recibió con una quietud serena. Un aroma entre papel envejecido y café recién hecho llenaba el aire. Estanterías altas ocupaban las paredes: en un extremo, clásicos ingleses; en otro, filosofía; y en un rincón, ediciones musicales perfectamente alineadas.
—Tu casa es como un mapa —comentó Elena, recorriendo con la mirada los estantes—. Si te pierdes, basta con seguir las coordenadas.
John dejó las llaves en un cuenco de cerámica sobre la consola.
—¿Y la tuya?
—Un laberinto —rió, quitándose el abrigo—. Podrías terminar en la cocina o tropezar con un lienzo a medio pintar.
—Eso suena inquietante.
—O excitante.
Él negó suavemente, dejando escapar una risa sincera. Le ofreció una copa de vino y se acomodaron en el sofá. La lámpara de pie bañaba la sala con una luz cálida, mientras la lluvia golpeaba los cristales con un ritmo lejano.
Elena se inclinó hacia la estantería más cercana.
—Conrad, Dickens, Woolf, Forster… ¿Lees siempre con tanto orden?
—Me gusta saber dónde están las cosas —dijo John, encogiéndose de hombros—. Es mi forma de reducir el ruido.
—Yo sería incapaz. Mis libros forman torres que amenazan con caerse. A veces los encuentro en la cocina, junto a las tazas.
—¿Y cómo lo soportas?
—Porque me recuerda que estoy viva. El desorden es prueba de movimiento.
John la observó en silencio, desconcertado y fascinado a la vez.
—Somos muy distintos.
—¿Eso te asusta?
—Un poco.
—Bien. El miedo mantiene despierto.
Rieron, pero la risa se apagó pronto. La distancia entre ellos se redujo hasta casi desaparecer. John dejó la copa sobre la mesa con manos ligeramente temblorosas.
—Elena… —empezó, la voz quebrada—.
Ella se inclinó y rozó sus labios. El contacto fue leve, como un destello eléctrico. John dudó un instante, luego la besó con intensidad contenida, profunda y pausada, igual que si quisiera grabar cada matiz.
El mundo quedó reducido al sonido de la lluvia y al latido compartido. La lámpara, el vino, la noche desaparecieron; solo quedaron ellos. Cuando se separaron, respiraban agitados. John apoyó la frente contra la de ella.
—No sé si estoy preparado para esto.
—Nadie lo está —susurró Elena, acariciándole la mejilla con la yema de los dedos—. Pero aquí estamos.
Se quedaron mirándose en silencio. La decisión de seguir adelante se volvió inevitable. Lo que ocurrió después fue natural, sin prisas, consecuencia de algo buscado sin nombrarlo.
A la mañana siguiente, la luz entraba suave por las cortinas. El aroma del café recién hecho llenaba la sala. Elena, envuelta en la camisa de John, removía distraída la taza con una cucharilla; él acomodaba los cojines del sofá, como si cada detalle debiera estar en su sitio.
—¿Sabes? —dijo ella, mirándolo de reojo—. Eres sorprendentemente metódico.
—Y tú, absolutamente imprevisible —replicó él, sonriendo.
—¿Imprevisible? Suena como un informe de oficina.
—Es la mejor palabra para no perderme. Contigo, cada momento es un desafío.
—Entonces me alegra que no te pierdas demasiado —rió Elena, dando un sorbo al café—. Mi diversión consiste en no seguir el mapa.
—Eso me asusta un poco.
—No quiero que cambies —añadió él con franqueza—.
—Yo tampoco —respondió ella, apoyando la cabeza en su hombro—. Lo inesperado es lo único que me interesa.
Sus manos se entrelazaron sin esfuerzo. El contraste de personalidades ya no se sentía como choque, sino igual que un complemento: la calma de John envolvía el caos de Elena, y el de ella liberaba la pasión contenida de él.
—¿Crees que podríamos vivir en ese equilibrio? —preguntó él, bajando la voz.
—Si aprendes a soltar un poco el control y yo a no derribarlo todo, sí —respondió ella con seguridad—. Podríamos intentarlo.
La conversación derivó hacia recuerdos y confidencias. John habló de su hermano Daniel y de cómo le enseñó a escuchar la música con todo el cuerpo. Elena relató anécdotas de pisos compartidos, lienzos invadiendo la cocina y discusiones nocturnas sobre política y arte.
—Mira —dijo él, señalando el tocadiscos—. Daniel solía decir que la música no se escucha solo con los oídos. Se siente. Contigo… estoy aprendiendo lo mismo sobre el amor.
—¿Yo? —rió Elena—. Solo soy un caos andante.
—No. Eres el caos que me enseña a sentir.
Ella apoyó la frente en su hombro y cerró los ojos. La luz dorada que entraba por las cortinas suspendía la habitación en una calma nueva.
Tras el desayuno, Elena dejó la taza sobre la mesa y se levantó con decisión.
—Ahora te toca conocer mi territorio. Quiero que veas mi apartamento en el centro.
—¿El que compartes con tus compañeras?
—Ese mismo. No es Hampstead, pero tiene su encanto.
Tomaron el metro y, poco después, caminaban por una calle animada, llena de cafeterías y tiendas. El edificio era más modesto, pero respiraba vitalidad. Subieron las escaleras estrechas hasta el tercer piso.