Bajo las luces de Londres

Capítulo V - El vértigo

Capítulo V. El vértigo

La ciudad amanecía plomiza, con una llovizna constante que convertía las aceras en espejos sucios. Elena se desperezó en la cama de John, envuelta en una de sus camisas como si fuera un vestido improvisado. El aroma del café se filtraba desde la cocina, mezclándose con la humedad de la mañana y un leve perfume de libro antiguo que flotaba en el aire.

Se incorporó despacio, con el pelo enredado y los labios aún húmedos del sueño, y lo observó de espaldas, inclinado sobre la cafetera. Había algo insólito en verlo allí, concentrado, como si cada gesto estuviera medido por una fórmula que solo él entendía.

—¿Siempre eres tan meticuloso en todo? —preguntó, dejando que la voz arrastrara una chispa burlona.

Él se giró apenas, arqueando una ceja, y por un instante los ojos se encontraron en silencio.

—¿En el café? Sí. La precisión evita catástrofes —respondió John, mientras vertía el líquido negro en la taza con cuidado.

—Vaya —dijo ella, acercándose—. ¿Y también en… corbatas?

John suspiró, colocándose frente al espejo y comenzando a anudarse la corbata. Los dedos se movían seguros, aunque un gesto de concentración delataba nervios que Elena supo leer de inmediato.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó, rozándole el brazo sin pensar. —¿En corbatas? —En hombres que creen que pueden con todo sin ayuda.

Se cruzaron las miradas en el reflejo. Hubo un segundo suspendido, un pequeño latido que los empujó a otro terreno. Elena tomó la tela entre sus dedos, lenta y ceremoniosa. El silencio era denso, expectante. Cuando acabó, alisó el nudo con una caricia fugaz. Este quedó tan perfecto que parecía un lazo que los unía y, al mismo tiempo, lo sujetaba con demasiada fuerza.

—Perfecto. Él tragó saliva, más afectado por la cercanía que por la presión del cuello. —Gracias.

Ella retrocedió un paso, marcando una frontera invisible, mientras el reloj del salón recordaba la urgencia del día. John tomó el maletín.

—Tengo una reunión a primera hora. ¿Nos vemos esta noche? —Claro —respondió Elena, aunque algo en su tono sonó forzado—. Esta noche.

El clic de la puerta resonó con un eco extraño, como si algo se hubiera quedado suspendido entre ellos.

Cocinar a medias

La tarde los encontró en el apartamento de Elena. Habían decidido cocinar juntos, aunque ninguno de los dos destacaba por su habilidad culinaria.

—No te imagino picando cebollas —dijo John, cuchillo en mano, mientras luchaba con la tabla de cortar. —Ni yo a ti —contestó Elena, con un delantal que le quedaba grande—. Pero aquí estamos, desafiando las estadísticas.

El olor a ajo inundaba la cocina. Elena tarareaba mientras removía la sartén, y John la observaba de reojo, maravillado por su naturalidad en medio del caos.

—¿Sabes? —dijo ella, sin mirarlo—. A veces pienso que las cosas siempre terminan.

El cuchillo se detuvo en el aire. John lo dejó sobre la tabla y se enjuagó las manos. En la sartén, un diente de ajo se quemó de golpe, soltando un humo amargo que los hizo reír y estornudar al mismo tiempo.

—Ese es tu optimismo habitual —comentó él, entre risas. —No es pesimismo. Es realismo. Todo tiene fecha de caducidad: los veranos, los libros, las relaciones.

John la miró en silencio. El mutismo era más elocuente que cualquier réplica.

—No me mires así —añadió ella, con un deje de nerviosismo—. No digo que vaya a pasar mañana. Solo… que lo sé. —Lo sé —repitió él, en voz baja.

El chisporroteo del aceite interrumpió el momento, recordándoles que la vida continuaba mientras sus pensamientos se entrelazaban.

La galería

Después de cenar, se acomodaron en el sofá. John hojeaba un periódico; Elena buscaba algo en el móvil.

—Mañana tengo una exposición en la galería —dijo ella de pronto—. ¿Vendrás? —Mañana… —John frunció el ceño—. Tengo un compromiso con Daniel. Es su cumpleaños.

Elena bajó el móvil despacio. —Claro. Lo entiendo. —Podría pasarme después, si no es muy tarde. —No pasa nada, de verdad. No tienes por qué forzarte.

El tono era suave, pero en sus ojos brillaba una decepción imposible de disimular.

—No es que no quiera estar —insistió John—. Es solo que… Daniel y yo tenemos esa costumbre desde siempre. —Lo sé, y está bien. —Se mordió el labio—. Solo que me haría ilusión que vinieras. Son cuadros pequeños, casi todos en blanco y negro. Hablan de ausencias.

John la miró, sorprendido por la confesión. “Ausencias”. Una palabra demasiado cercana a lo que los rondaba. Cerró el periódico y le tomó la mano.

—No quiero que sientas que no te apoyo. —No lo siento —mintió ella.

El apretón de manos quedó tibio, sin la fuerza de otros días.

Camden

El fin de semana, Elena lo llevó a un mercadillo en Camden. El bullicio, los colores y la música callejera contrastaban con la sobriedad de John.

—Mira estos vinilos —exclamó ella, hojeando una caja polvorienta—. Aquí hay joyas. —Yo escucho música digital —replicó él con ironía. —Eres incorregible —dijo ella, sacando un disco y agitándolo frente a él—. ¿No entiendes que sostener esto es parte de la experiencia?

John sonrió apenas. —¿Y dónde lo pondrías? ¿Entre tus lienzos o junto a la guitarra que nunca tocas? —Eso es un golpe bajo —dijo ella, fingiendo indignación.

Él rió, pero el juego se evaporó al instante. A unos metros, un hombre levantaba la mano en señal de saludo.

—¡Elena! Ella se tensó. —Hola, Mark.

Mark llevaba un abrigo largo, oscuro, y sostenía un paraguas rojo que lo hacía destacar en la multitud. Tenía un aire de bohemio elegante, con la voz arrastrada de alguien acostumbrado a las noches largas en cafés y galerías.

—Veo que sigues encontrando tesoros entre el polvo —comentó, con sonrisa ladeada. —Lo intento.

El silencio de él se volvió denso, pesado. Mark saludó con cortesía y desapareció, dejando tras de sí un perfume de madera y especias. John lo observó marcharse, sintiendo que ese hombre no solo había saludado a Elena, sino a una parte de ella que él aún no conocía.




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