Capítulo VI - La música otra vez
La tarde se deslizaba lentamente sobre Camden. La luz del sol, debilitada por las nubes, se fragmentaba en los charcos y escaparates, dejando reflejos temblorosos que parecían latir al compás del barrio. Elena y John caminaban hombro con hombro, sin prisas, conscientes de que cada momento compartido era un regalo que no merecía desperdiciarse.
El aire estaba cargado de contrastes: especias que escapaban de los puestos callejeros, humo del río en lontananza, pan recién horneado y un aroma familiar de vinilos viejos que se colaba desde una tienda de segunda mano. Era un perfume que traía recuerdos que no se atrevían a nombrar, aunque ambos sabían que el otro los sentía. A lo lejos, un saxofonista callejero improvisaba notas de jazz que serpenteaban entre los edificios, mezclándose con el ruido de los transeúntes y el tintinear de los vasos en las terrazas cercanas.
—Aquí todo cambia de un día para otro —comentó John, señalando un muro cubierto de grafitis descoloridos por la lluvia. —Y al mismo tiempo parece detenido —replicó Elena—. Espera pacientemente a que alguien lo redescubra o a que lo dejen en paz.
Se detuvieron frente a un escaparate atestado de vinilos apilados en torres inestables. Algunas portadas tenían colores tan estridentes que parecían caricaturas de otra época.
—Mira este —dijo Elena, levantando uno que mostraba a un cantante con hombreras imposibles y un peinado desafiante a la gravedad. —Ese disco debería traer un prospecto médico —rió John—: riesgo de nostalgia aguda. —Peor aún. Es la banda sonora de tu adolescencia. —¡Eh! —levantó las manos en gesto teatral—. Mi adolescencia sonaba mucho mejor… o quizá igual de hortera.
Ambos rieron mientras un ciclista despistado casi los esquivaba, provocando que Elena se aferrara a John, quien aprovechó para burlarse:
—¡Ves! Ya casi tienes tu primer baile improvisado de la noche. —Calla —respondió ella, divertida—. Si me caigo, te arrastro conmigo.
Siguieron caminando, esquivando turistas con móviles en alto y un vendedor insistente que agitaba pulseras fluorescentes como si fueran tesoros.
—Si alguien hace un documental sobre nosotros, Camden sería la introducción perfecta —murmuró John—: luces reflejadas en charcos, un vendedor pegajoso y transeúntes con pinta de protagonistas accidentales. Muy indiedrama. —Más bien indie comedia romántica —corrigió Elena—. No olvides que aquí la protagonista soy yo.
Al doblar una esquina apareció un pequeño bar. El neón azul del letrero parpadeaba, reflejándose en el asfalto húmedo y multiplicándose en destellos que danzaban a sus pies.
—¿Seguro que quieres entrar aquí? —preguntó Elena, arqueando una ceja. —Claro. Esta noche no necesitamos grandes escenarios. Solo música… y cerveza barata. —Eso suena peligrosamente romántico —rió ella.
Nada más cruzar el umbral, Elena estuvo a punto de resbalar con el suelo húmedo. Se sostuvo del brazo de John, quien aprovechó el gesto:
—El bar ya consiguió que bailaras antes de que empezara la música. —Calla —replicó ella—. Si me caigo, te arrastro contigo.
El olor a madera vieja, cerveza derramada y humo tenue los envolvió. Unas veinte personas ocupaban el local: un grupo de amigos riendo en la barra, una pareja mayor discutiendo en voz baja, un chico solitario escribiendo con urgencia en una libreta. El escenario era mínimo: dos guitarras apoyadas contra amplificadores y un micrófono esperando dueño.
John eligió una mesa lateral, apartada del bullicio. Elena se sentó frente a él y por un instante permanecieron en silencio, dejándose envolver por el murmullo del bar.
—No es como la otra vez —dijo ella, acariciando distraída la superficie rayada de la mesa. —No. Aquella noche era demasiado grande y ruidosa. Hoy basta con esto.
El camarero apareció con dos vasos… de agua con gas.
—¿Pedimos spa o bar? —bromeó John. El camarero se sonrojó, se excusó y regresó con dos copas cargadas de hielo y algo más apropiado. El tintinear marcó un compás efímero antes de disolverse en la penumbra.
—Tiene pinta de ser un sitio que guarda secretos —susurró Elena. —O que los protege —añadió John, devolviéndole la complicidad.
Las luces bajaron. Un foco cálido iluminó a los músicos, que arrancaron un rasgueo lento. La sala enmudeció al instante. Cada nota parecía abrir un pasadizo hacia otra época.
Elena cerró los ojos y permitió que los recuerdos fluyeran: la primera vez que John la vio, su risa en un café, las discusiones absurdas que terminaban en carcajadas. Él la observaba fascinado, siguiendo cada microgesto.
—Te ocurre lo mismo que la primera vez —dijo en voz baja. —¿Qué me ocurre? —Cierras los ojos y viajas. Seguro que ahora mismo estás editando un reel mental con esta música de fondo. —Lo confieso —rió ella—. Si esto fuera TikTok, ya tendríamos un millón de likes. —Perfecto. Yo pondría el título: Dos idiotas intentando ser discretos en Camden.
Ella apoyó la cabeza en su hombro. Él inclinó apenas la suya. Ese roce bastó para que la intimidad se hiciera presente. John pensó en lo fácil que era perderse en ese instante y en lo difícil que sería sostenerlo fuera de aquellas paredes. El pensamiento lo atravesó como un relámpago fugaz, y enseguida sonrió para borrarlo, sin querer empañar el momento. Elena cerró los ojos y por un instante dejó que todo desapareciera: el bar, la música, la gente… Solo quedaba él.
—No quiero que esto termine —susurró. —No terminará mientras lo recordemos —respondió él, con una sonrisa—. Además, si alguien nos graba, quedará inmortalizado sin esfuerzo. —Genial, nuestra propia romcom en directo —rió ella.
Entre canciones, alguien del público se giró hacia ellos:
—¿Sois músicos? Parecéis la pareja protagonista de la noche. —Lo somos… pero solo en la ducha —contestó John, provocando carcajadas de Elena.
La segunda canción era casi bailable. John intentó acompañar con unas palmadas torpes y Elena lo fulminó con la mirada: