Bajo las luces de Londres

Capítulo VII - Las conspiradoras y el viaje

Capítulo VII - Las conspiradoras y el viaje

El reloj del salón marcaba las seis y media cuando Clara y Sophie irrumpieron en el piso de John con la naturalidad de quien cree que todos los lugares les pertenecen. Elena, aun con la chaqueta puesta tras salir del trabajo, apenas tuvo tiempo de dejar el bolso sobre el sofá.

—Pues vaya —exclamó Clara, mirando alrededor—. Yo esperaba un refugio de ermitaño y resulta que este piso tiene hasta cortinas coordinadas.

John alzó las cejas desde la cocina, donde abría una botella de vino.

—Me temo que las cortinas no son mérito mío. Vinieron de serie.

—Excusa poco convincente —intervino Sophie, dejándose caer en un sillón—. Ningún hombre solo elige bien las cortinas.

Elena rió mientras se desabrochaba el abrigo.

—Dejad de interrogarlo. Venís a hablar de Stonehenge, no a realizar un programa de decoración.

Clara sacó un cuaderno con post-its de colores y lo desplegó sobre la mesa baja.

—Exacto. Logística, chicas, y tú, John, si quieres aspirar al título de “acompañante oficial”, tendrás que sobrevivir a este comité.

Él se acercó con tres copas servidas.

—¿Es un comité o una secta? Porque lo de Stonehenge ya suena bastante ritual.

Sophie lo señaló con fingida solemnidad.

—Cuidado, que si vienes, puede que acabes bailando descalzo alrededor de un fuego.

—En ese caso —contestó él, acomodándose junto a Elena—, espero que al menos haya barra libre.

Elena lo miró de reojo, divertida, mientras Clara hojeaba sus notas.

—Hay conciertos, mercadillos, hogueras al atardecer… y sí, un par de druidas de alquiler. Lo típico.

—Genial —ironizó Elena—. Lo que siempre soñé: pasar frío en círculo y que alguien con túnica me dé su bendición.

Clara golpeó la mesa con el bolígrafo.

—¡Esa es la actitud!

Sophie sonrió maliciosa.

—A ver, Elena, reconoce que si no fuera por nosotras, pasarías el finde encerrada en una cafetería con tu… —hizo una pausa estudiada antes de rematar—. Compañero de piso provisional.

Elena enrojeció apenas. John fingió toser para disimular una sonrisa.

—Encerrarse en una cafetería no suena tan mal —dijo él, mirando el vino—. Pero puedo realizar un esfuerzo por los druidas.

Clara lo escrutó un segundo demasiado largo.

—Me gusta, tiene sentido del humor. Eso ayuda.

—¿Ayuda a qué? —preguntó Elena, cruzando los brazos.

—A soportar el viaje en furgoneta, claro —replicó Sophie con inocencia forzada.

El silencio se extendió un instante, hasta que John lo rompió:

—Bueno, si vais a someterme a un cuestionario, al menos servid más vino.

Las tres estallaron en carcajadas. Clara cerró el cuaderno con gesto triunfal.

—Perfecto. Entonces queda decidido: salimos el viernes por la tarde. Pero, que nadie se raje, ¿eh?

Elena suspiró, divertida y resignada, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá. John rozó con los dedos el borde de su copa, sin mirarla directamente.

—Prometo no huir —dijo en voz baja—. Al menos no antes de observar si los druidas hacen descuentos para parejas.

Ella lo empujó suavemente con el hombro, como si quisiera restarle importancia a la frase. Pero en el brillo de sus ojos quedaba claro que aquella broma contenía más de lo que ambos estaban dispuestos a admitir delante de las otras dos.

Clara miró el reloj y dio una palmada.

—Bueno, chicas, y chico, nos retiramos antes de que nos echen con agua. Mañana madrugo.

Sophie se levantó a regañadientes, recogiendo la bufanda que había dejado tirada en el sofá.

—¿Seguro que quieres madrugar, Clara? Yo diría que te vas porque aquí empieza a oler demasiado a tensión romántica.

Elena resopló, sin mirarlas directamente.

—Anda, largaos.

Ambas amigas se encaminaron hacia la puerta entre risitas, cargando con el cuaderno y la botella a medio terminar. Justo antes de salir, Clara se giró:

—Elena, no olvides traer manta, y tú, John… ánimo.

La puerta se cerró con un chasquido y el piso recuperó de golpe su silencio. Quedaron ellos dos en el salón, las copas aún a medio beber sobre la mesa.

Elena bajó la vista al borde de la mesa, jugueteando con una gota de vino derramado. El olor a madera del salón y a café reciente llenaba el aire, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos.

John recogió una de ellas y la llevó a la cocina.

—Tus amigas son… intensas.

Elena lo siguió con la mirada, apoyada en el respaldo.

—Lo sé, y tú fuiste valiente.

Él volvió con gesto despreocupado, pero su voz sonó más baja.

—La verdad es que no me importa. Mientras al final del día pueda seguir aquí, no es tan terrible.

—Stonehenge será distinto… ruidoso, lleno de gente. Nada que ver con Camden.

—Lo sé —respondió, sentándose otra vez a su lado—, y aun así quiero ir.

Un silencio breve, cargado, los envolvió. Elena levantó por fin la mirada y sonrió, apenas, como si esa respuesta hubiera sido suficiente.

El coche de alquiler olía a café derramado y ambientador de vainilla barata. Clara conducía con la determinación de quien se cree piloto de rally, mientras Sophie ocupaba el asiento del copiloto con un mapa arrugado sobre las rodillas, pese a tener el GPS encendido. Elena y John iban atrás, algo apretados, compartiendo el mismo espacio de aire y silencios.

—Vale —dijo Clara, ajustando la radio—. El plan es llegar antes del atardecer. Así cogemos sitio para las hogueras.

—¿Y para qué llevamos este mapa? —preguntó Sophie, agitando las páginas.

—Para darle un toque vintage al viaje —replicó la conductora.

—¿Vintage? Eso es una reliquia de museo.

John se inclinó hacia adelante y señaló el mapa arrugado. —Si nos perdemos, prometo culpar a Sophie y no a la tecnología vintage.

—Eh —saltó Sophie—. Al menos yo no me fío de una voz robótica que me dice “gire a la izquierda” como si me conociera.




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