Bajo las luces de Londres

Capítulo VIII - El festival

Capítulo VIII – El festival

El murmullo de los tambores crecía a medida que se adentraban en el recinto. Las hogueras iluminaban la noche con destellos irregulares, y las sombras de la multitud parecían bailar junto al fuego.

—Esto es brutal —declaró Clara, extendiendo los brazos como si recibiera una revelación—. Ya puedo tachar “ritual druida” de mi lista de experiencias vitales.

—Si esto es un ritual druida —replicó Sophie, oliendo el aire—, el incienso lo han mezclado con fritanga.

John arqueó una ceja. —Al menos el humo de la fritanga es más democrático. Une a la gente.

Elena rió bajito. —Y más creíble que las túnicas de alquiler.

Como si los hubieran invocado, un hombre barbudo con túnica blanca se acercó y les tendió unas pulseras de cuerda.

—¡Bendiciones del solsticio!

Clara lo recibió con solemnidad exagerada. —Gracias, maestro del tiempo. Prometo honrar la hoguera con todo mi ser.

—Yo solo prometo no quemarme el pelo —dijo Sophie, mientras se ponía la pulsera—. Prioridades.

Elena miró la suya con cierta reticencia. —Genial, ahora parecemos grupo turístico en viaje organizado.

John se la colocó en la muñeca, con gesto teatral. —Ahora ya formas parte de la secta.

—¿Y tú qué eres? ¿El sumo sacerdote? —respondió ella, arqueando una ceja.

—No, el chico que va a rescatarte si empiezan a realizar sacrificios.

—¿Y con qué arma? —preguntó Elena, arqueando una ceja. —Con sarcasmo. Es letal —replicó John, solemne.

Elena sonríe por dentro, preguntándose cómo alguien puede ser tan seguro de sí mismo y, aun así, hacerla reír tanto. Siente la calidez de su hombro y un cosquilleo inesperado que le recorre la espalda.

Ella trató de contener una sonrisa, pero falló estrepitosamente.

La música se volvió más intensa. Sophie y Clara se lanzaron sin dudarlo al círculo de baile improvisado, arrastradas por la multitud. John y Elena quedaron al margen, observando.

A su alrededor, el caos seguía, pero el sonido de los tambores parecía amortiguarse cuando se miraban.

—¿No vas a unirte? —preguntó él.

—¿Y darles material para reírse de mí el resto del año? Ni de broma.

John fingió meditar. —Tienes razón. Yo tampoco. Aunque… —Se inclinó hacia ella—. Podríamos bailar los dos mal, sincronizados. Nadie se daría cuenta.

Elena lo miró con media sonrisa. —¿Sincronizados en el ridículo? Me lo pensaré.

—Eso es un sí encubierto.

—Eso es un “no con opción a renegociación”.

A su alrededor, el caos continuaba, pero parecía amortiguarse como un telón que se cierra. Cada sonido llegaba atenuado, y sus miradas se volvían el centro de aquel universo efímero.

Él alzó las manos en señal de rendición, aunque en sus ojos brillaba diversión.

Más tarde, cuando lograron escapar de la multitud, subieron a una pequeña loma que dominaba el recinto. Se sentaron en la hierba húmeda, con las luces titilando abajo como un mar naranja.

Ella siente la humedad de la hierba y la brisa en la cara, y cómo el contacto del hombro de John le da seguridad inesperada. Sus manos se rozaron al apoyarse en el césped; un estremecimiento ligero recorrió a Elena. Sus hombros se tocaron al acomodarse, y por un instante, contuvo la respiración, notando la forma que la calidez de su cuerpo parecía disolver el aire nocturno.

A ella le sorprendía sentirse tan cómoda a su lado. Como si esa complicidad hubiera existido siempre y solo estuviera despertando esa noche. Se preguntó cómo alguien podía estar tan seguro de sí mismo, y aun así, provocar que su corazón diera pequeños saltos con gestos tan simples.

Elena abrazó las rodillas. —¿Te da la impresión de que esas piedras nos juzgan? Seguro que ya están escribiendo reseñas negativas.

—Si me miran a mí, seguro que se aburren —dijo John, estirándose sobre el suelo.

—O se apiadan.

—Aprecio tu sinceridad demoledora.

Elena lo empujó con el hombro, riendo. —Bueno, alguien tiene que bajarte de la nube.

John fingió dolor. —¡Ay! Directo al ego.

Elena lo miró, divertida, y en ese instante el bullicio pareció quedar más lejano.

—No pensé que te adaptarías tan bien a mis amigas.

—Créeme, sigo traumatizado. —Se llevó una mano al pecho—. Esa mirada evaluadora de Clara… voy a soñarla semanas.

—Es su forma de decir que le caes bien.

—¿De verdad? Porque parecía su forma de decidir dónde enterrar mi cadáver.

Elena soltó una carcajada que se perdió en el viento.

—Lo hiciste bien —admitió después, más seria—. No todos se atreven a seguirles el ritmo.

Él la miró en silencio unos segundos, hasta que bajó la voz. —Yo solo quería estar aquí contigo. Lo demás… es atrezo de festival.

Elena desvió la vista hacia las hogueras, aunque no pudo evitar sonrojarse.

—Decir esas cosas en medio de un festival pagano debería estar prohibido.

—Entonces arréstame. —Él sonrió—. Pero te aviso que no me resisto a las esposas de flores.

Ella negó con la cabeza, reprimiendo otra risa.

Un grito de Sophie los interrumpió desde abajo: —¡Venid, que reparten hidromiel gratis!

—Subtítulo: “Quiero beber hasta olvidar que tengo que madrugar el lunes” —murmuró Elena.

John se levantó y le tendió la mano. —¿Vienes?

Ella dudó un instante, pero acabó aceptándola. —Solo si prometes no contar chistes malos sobre los druidas.

—Trato imposible —replicó él—. Pero lo intento.

Mientras descendían juntos, Clara agitaba dos vasos de hidromiel como trofeos.

—¡Al fin! ¿Qué hacíais ahí arriba, contemplando el sentido de la vida?

Elena soltó un bufido, pero John respondió sin perder la calma: —Algo así.

Sophie, con la boca llena, señaló a Elena. —Ya decía yo que brillaba demasiado. Eso no es del fuego, querida.

Elena rodó los ojos y bebió del vaso que le dieron. John apenas pudo contener la sonrisa.

El crepúsculo continuó entre cantos desafinados, hogueras crepitantes y comentarios burlones de sus amigas. Sin embargo, cada vez que las miradas de John y Elena se cruzaban, el ruido parecía desvanecerse un poco. Aunque ninguno de los dos lo decía en voz alta, ambos sabían que aquella noche ya había cambiado las reglas del juego.




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