Bajo las luces de Londres

Capítulo IX - Amanecer entre piedras

Capítulo IX – Amanecer entre piedras

El amanecer llegó sin pedir permiso, filtrándose entre los huecos de las piedras y golpeando los párpados cerrados con una claridad despiadada. El aire olía a humo apagado, cerveza reseca y hierba húmeda; las hogueras, reducidas a brasas anaranjadas, parecían cuerpos exhaustos tras una batalla perdida. Unos restos de telas de colores, atadas a los monolitos, se agitaban con la brisa, como si aún guardaran ecos de cánticos nocturnos.

Clara roncaba bocarriba, con la corona de flores torcida igual que un nido abandonado. Sophie dormitaba encogida bajo su chaqueta, abrazada a su bolso como si fuese un amuleto contra los excesos de la noche.

Elena abrió los ojos primero. La espalda le dolía por la dureza del suelo, pero no se movió. El hombro de John estaba junto al suyo, tan cerca que la calidez persistía. Durante unos segundos permaneció inmóvil, temiendo que cualquier gesto rompiera algo frágil.

—Buenos días, druida honoraria —murmuró John sin abrir del todo los ojos. Ella lo miró de reojo, fingiendo fastidio. —No empieces. —¿Con qué? ¿Con recordar que anoche intentaste asesinarme con sarcasmos? —Con fingir que recuerdas anoche mejor de lo que en realidad lo haces. —Oh, lo recuerdo. —Él arqueó apenas una ceja—. Especialmente la parte en la que me diste la razón en todo.

Elena resopló, aunque una sonrisa se le escapó antes de poder contenerla. Una punzada en el pecho la descolocó: el recuerdo del beso seguía ahí, como una brasa encendida bajo la piel. Si lo decía en voz alta, se volvería real. Pero, la realidad podía doler más que cualquier resaca.

Un movimiento brusco interrumpió el momento: Clara se incorporó de golpe, triunfal.

—¡Quiero café! —declaró—, y si no hay, acepto chocolate, té… o un ritual de resurrección. —Acepta silencio también —gruñó Sophie, con voz ronca—. Nos harías un favor a todos.

Clara se incorporó más, levantando un vaso aplastado con solemnidad. —¡Este es mi cetro sagrado! Juro que su poder es proporcional al nivel de café que contenga. Sophie arrugó la nariz y lo olfateó con gesto de desdén. —Si fuera sagrado, no olería a cerveza rancia desde el jueves.

El grupo recogió a trompicones lo que quedaba de mantas, vasos de cartón y coronas medio deshechas. La humedad del césped se había colado en la ropa, y cada movimiento crujía como huesos adormecidos.

—Esto parece el after más triste de la historia —murmuró Sophie mientras se desperezaba. —¡Mentira! —replicó Clara, alzando un palo chamuscado como si fuera un cetro—. Declaro este amanecer oficialmente mágico. —Tú declaras mágicos hasta los tickets de metro cuando vas borracha —la pinchó Sophie.

John lanzó una mirada rápida a Elena, que se ocupaba de doblar una manta inútilmente fina. El rubor aún le coloreaba las mejillas.

—Bien, druida mayor —dijo, señalando el improvisado cetro de Clara—. ¿Puedes conjurar café o vamos a morir todos de abstinencia?

Sophie consultó el móvil y resopló. —El coche sigue ahí, pero estamos atrapados en el parking. Una procesión de coches intenta salir al mismo tiempo. Hora estimada de espera: el fin del mundo.

Clara se dejó caer sobre la hierba con dramatismo. —Perfecto. Tres horas de festival extra para mi hígado. —Podemos verlo como oportunidad: aire puro, meditación… —empezó John. —Ni se te ocurra decir “druídica” —lo cortó Sophie.

Elena se pasó una mano por el pelo, observando alrededor: piedras imponentes, hogueras moribundas y un puñado de supervivientes arrastrando mochilas como zombis al amanecer. Un cosquilleo de ansiedad le recorrió el estómago: quizá era el retraso, tal vez, la cercanía de John.

Clara, entretanto, había encontrado un tambor abandonado y no tardó en aporrearlo con entusiasmo. Sophie, resignada, sacó una barrita de cereales y la regañaba entre mordisco y mordisco.

Elena y John se apartaron unos metros bajo el pretexto de buscar tranquilidad. La hierba aún estaba húmeda, pero el sol comenzaba a calentar el aire.

—Tus amigas son… intensas —dijo John, con media sonrisa. —Eso es la versión amable. —Elena se encogió de hombros—. Pero créeme, en el fondo son un seguro de vida. —¿Seguro? Yo pensaba que eran más bien un riesgo de vida. Elena rió bajito. —Depende del día.

Caminaron en silencio un par de pasos. John pateaba piedras pequeñas, como si no tuviera prisa, y Elena jugueteaba con la pulsera de cuerda en su muñeca.

—¿Sabes qué es lo raro? —dijo al fin, mirando al suelo—. Que después de una noche así… parece que todo lo que diga va a sonar ridículo. —Entonces dilo, ridículo —respondió él, encogiéndose de hombros—. Eso siempre funciona. —Hablas como si fuera tan fácil. —Lo es. Solo hay que fingir seguridad hasta que los demás se lo crean.

Elena levantó la vista y lo sorprendió mirándola con esa calma descarada que tanto la desarmaba. Sintió un cosquilleo incómodo, como si lo ocurrido la noche anterior flotara aún entre ambos, esperando ser nombrado.

—John… —empezó a decir.

Pero Clara, desde la distancia, golpeó el tambor en un redoble improvisado. —¡Despertad, druidas del nuevo mundo! —vociferó, llamando la atención de un grupo de turistas. Sophie se tapó la cara. —Lo juro: si consigo café, la abandono aquí. —¿Ves? —dijo Elena, conteniendo la risa—. Eso es lo que decía. Un seguro de vida… aunque sea de entretenimiento. John sonrió, sin apartar la mirada de ella. —Yo diría que lo interesante está aquí.

Elena tragó saliva. El murmullo del festival se había reducido a un eco lejano. El amanecer no tenía la chispa de la noche anterior: la estaba volviendo más inevitable, como si entre las piedras antiguas no quedara otra salida que dejar que siguiera ardiendo.

La salida del parking fue lenta, un río interminable de coches avanzando a paso de tortuga entre campos húmedos. Algunos conductores pitaban sin convicción, otros bajaban la ventanilla para fumar con gesto derrotado.




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