Bajo las luces de Londres

Capítulo X - El mensaje inesperado

Capítulo X – El mensaje inesperado

El tráfico fue cediendo como un animal cansado. Durante kilómetros habían estado atrapados en aquel río metálico de coches, cada uno con sus ocupantes bostezando, fumando o golpeando el volante al ritmo de la música. Ahora, poco a poco, los vehículos iban desperdigándose por la carretera, tomando desvíos hacia pueblos cercanos, estaciones de servicio o simples caminos rurales. La sensación de encierro se transformaba en la ilusión de libertad, aunque el cansancio seguía pegado al cuerpo de los cuatro.

Elena miraba por la ventanilla, siguiendo con la vista los campos que pasaban, verdes y brillantes por la humedad de la madrugada. El sol iba ganando fuerza, proyectando reflejos dorados sobre los charcos acumulados en los márgenes de la carretera. Todo parecía demasiado real tras la bruma del festival, como si el mundo hubiera recuperado su textura áspera y ella todavía llevara la mente envuelta en humo y tamboriles.

Clara tarareaba sin convicción lo que sonaba en la radio, un pop anodino que intentaba sonar veraniego pero que se quedaba corto después de las horas intensas de música tribal. Sophie, con la frente pegada al cristal trasero, luchaba contra el sueño con los auriculares puestos. Elena sospechaba que no escuchaba nada; solo quería el escudo de los cascos para no tener que contestar a nadie.

John mantenía las manos firmes sobre el volante. No hablaba, pero tampoco parecía incómodo en ese silencio lleno de ronquidos disimulados y respiraciones pesadas. Su perfil recortado contra la claridad creciente tenía un aire tranquilo, casi demasiado seguro para alguien que también había pasado la noche en vela. Elena lo observó de reojo, sintiendo otra vez ese calor persistente en el pecho. No podía decidir si era consuelo o amenaza.

El coche giró por fin hacia la salida que los llevaba de vuelta a la ciudad. La autopista se convirtió en una carretera más estrecha, bordeada de edificios que iban creciendo en altura conforme avanzaban. El regreso era innegable. Se acababa la burbuja, las piedras ancestrales, el fuego y la excusa perfecta para dejarse llevar. Ahora empezaba lo inevitable: la rutina, los deberes, la vida de siempre.

—¿Sabéis qué hora es? —preguntó Clara de repente, enderezándose en el asiento delantero con las gafas torcidas.

—Las diez y algo —respondió John sin apartar los ojos de la carretera.

—¿De la mañana? —insistió ella, como si no pudiera creerlo.

Sophie resopló desde atrás: —No, de la tarde, y todo esto es un sueño colectivo.

—Sarcasmo aceptado —murmuró Clara, frotándose los ojos—. ¿Paramos a desayunar antes de llegar?

—No pienso comer nada hasta ducharme —intervino Sophie sin abrir los párpados.

—Yo sí podría con un café —añadió Elena, aunque su voz salió baja, casi tímida.

John giró apenas la cabeza, lo suficiente para regalarle una media sonrisa. —Tomaremos café. Prometido.

Elena sintió que aquel gesto tan simple le arañaba algo por dentro. Había cierto asunto en la naturalidad con que él decía las cosas, como si las promesas fueran fáciles, igual que si todo pudiera ser sencillo. Ella sabía que no lo era, nunca. Pero en su voz sonaba posible.

El coche tomó la rotonda que daba acceso al barrio donde vivían las chicas. El tráfico urbano, con sus semáforos y peatones apurados, devolvía la sensación de que el festival había ocurrido en otra vida. Clara se colocó bien las gafas de sol, intentando recomponerse una dignidad perdida hacía muchas horas. Sophie sacó el móvil y empezó a revisar notificaciones con la cara arrugada de quien teme encontrarse con la factura del exceso.

Cuando John aparcó frente al edificio, el silencio se cargó de un aire distinto. Era la despedida. La grieta invisible entre lo vivido y lo que venía después. Clara abrió la puerta con la torpeza de quien no quiere admitir que le tiemblan las piernas, Sophie salió sin decir palabra, y Elena se quedó quieta unos segundos más, como si su cuerpo se negara a obedecer.

—Gracias por llevarnos —dijo al fin, desabrochándose el cinturón con un chasquido seco.

—De nada. —John la miró un instante, con esa calma suya que a Elena le resultaba exasperante y tranquilizadora a la vez—. Descansa un poco.

Ella asintió, pero no movió la mano de la hebilla del cinturón. Había un gesto no dicho flotando entre los dos, algo que podría ser una invitación, una pregunta, una promesa de continuidad. Elena lo percibía en el aire, como se perciben las tormentas antes de que caiga la primera gota.

Clara apareció de pronto en la ventanilla del copiloto, golpeando el cristal con el dedo. —¿Vienes o te mudas al asiento delantero de por vida?

Elena salió del coche con una risa nerviosa que no alcanzó a ocultar el rubor de sus mejillas. John no dijo nada más. Apenas levantó una mano a modo de despedida, y ella lo imitó mientras veía cómo el auto se alejaba calle abajo.

El regreso a casa siempre tenía ese sabor agrio: las mochilas pesadas, los ascensores lentos, las puertas que chirriaban igual que si protestaran por recibir de vuelta a sus inquilinas. Clara entró al apartamento como un huracán, tirando la corona de flores al primer sillón que encontró. Sophie se encerró en el baño con un “me ducho y luego muero en la cama” que no admitía réplicas.

Elena dejó su bolso en el suelo, observando cómo el silencio empezaba a poblar los rincones. Un mutismo distinto al del coche o al de las piedras antiguas: este era más definitivo, cotidiano y brutal en su normalidad.

Subió la persiana de su cuarto y dejó que la claridad invadiera la estancia. El reflejo en el espejo le devolvió una versión de sí misma que no sabía reconocer: el pelo enmarañado, la piel cansada, pero los ojos demasiado vivos. Cerró los párpados un segundo, intentando atrapar esa sensación antes de que se escapara.

Había algo que aún vibraba dentro de ella, un eco del tambor, del fuego, de la cercanía de John. Un elemento que no quería nombrar, porque nombrarlo era aceptar que el mundo podía cambiar en un instante.




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