Capítulo XI – La decisión
La partida
El sonido del hervidor rompió el silencio de la cocina con un silbido agudo. Elena levantó la vista del cuaderno que tenía abierto encima de la mesa y vio a John inclinado sobre la encimera, removiendo el café con gesto distraído. Había algo en sus movimientos —una pausa imperceptible, una especie de cuidado melancólico— que anunciaba lo que ella ya sabía: se marcharía. No era la primera vez que él viajaba por trabajo, pero esa mañana el aire tenía un peso distinto. Una densidad que no provenía del vapor del café ni del frío que empañaba los cristales.
—¿Ya tienes el billete? —preguntó ella, fingiendo ligereza.
John asintió sin mirarla. —Sí. Salgo el domingo a las seis. Llegaré a Berlín antes del mediodía.
Elena asintió, girando el bolígrafo entre los dedos. El papel frente a ella estaba en blanco, aunque llevaba allí más de media hora. El silencio que siguió fue tan exacto que ambos escucharon el goteo del grifo.
—Una semana pasa rápido —añadió él, como si quisiera restarle gravedad a la frase.
Ella sonrió, pero su sonrisa se quebró a mitad del gesto. —Depende de con quién —dijo, sin intención de sonar amarga.
John la miró por fin, y su expresión fue una mezcla de ternura y desconcierto. Se acercó despacio, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella. —No te pongas así, Elena. Es solo trabajo. Una reunión, un par de conferencias y vuelvo.
—No me pongo “así”. —Ella bajó la vista—. Solo intento imaginar cómo será la casa sin ti.
Él suspiró, sonriendo con ese aire comprensivo que siempre la desarmaba. —Probablemente más ordenada.
Elena soltó una risa breve, seca. —Y más silenciosa.
John estiró la mano y le rozó el cabello, con la delicadeza de quien teme borrar algo. —Te llamaré todos los días. Prometido.
Ella asintió, aunque sabía que las llamadas serían breves. Entre reuniones, con ruido de fondo, con ese tipo de frases rápidas que se dicen para no pensar en lo que no se está diciendo.
La cafetera volvió a silbar. John sirvió dos tazas y se sentó frente a ella. —Podrías aprovechar la semana para descansar un poco —propuso—. Ir al centro, reunirte con tus amigas, escribir.
Elena ladeó la cabeza: —Sí, quizá. Aunque últimamente me cuesta concentrarme.
—Porque no te das una tregua. Todo el tiempo estás intentando entenderte, analizar cada cosa que pasa. A veces solo hay que dejar que suceda.
Ella sonrió, sin convicción. —Tú lo haces que parezca fácil.
—No es sencillo, pero es necesario. —Bebió un sorbo de café, la observó un instante—. ¿Sabes qué me gusta de ti?
—Que no te callas.
—Eso también. —Sonrió—. Pero sobre todo, que aunque te cueste, siempre buscas el sentido. Incluso en lo que duele.
Elena lo miró largo rato. Le habría gustado decirle que el sentido no siempre consuela, que a veces solo abre heridas viejas. Pero guardó silencio. Había aprendido que las palabras, cuando se dicen a destiempo, se vuelven como cuchillos.
John se levantó y caminó hasta la ventana. Afuera, el cielo tenía un tono plomizo, y las ramas del plátano del patio se mecían bajo un viento indeciso. —Dicen que en Berlín ya ha empezado a nevar —murmuró.
—¿Y te gusta la nieve?
—Me gusta verte con frío. Siempre te enroscas en las bufandas como un gato.
Ella rió, y el sonido suavizó la tensión entre ambos. Por un momento, la escena recuperó su normalidad: dos personas compartiendo café, planeando un viaje, hablando de tonterías. Pero bajo esa calma flotaba un hilo invisible de distancia.
Elena lo notó cuando él volvió a sentarse y evitó su mirada un segundo de más. Había en su gesto una reserva, una prudencia que no era nueva. La misma que aparecía cada vez que algo lo perturbaba y prefería no nombrarlo.
—¿Hay algo más? —preguntó ella, de pronto.
John frunció el ceño. —¿A qué te refieres?
—No sé… —Se encogió de hombros—. Tienes esa forma de callarte que me da miedo. Como si guardaras una parte de ti donde no me dejas entrar.
Él tardó en responder. —A veces necesito silencio —dijo al fin—. No para esconderte nada, sino para no perderme yo.
Esa frase la desarmó más de lo que habría querido admitir. Bajó la vista, jugueteando con el asa de la taza. —Supongo que eso es justo.
—Lo es. —Se inclinó hacia ella—. Pero, te aseguro que no hay nada que no pueda contarte.
Elena lo miró, tratando de creerlo. Quiso decirle que el amor también era un modo de quedarse cuando el otro se marcha, que la ausencia no empieza con los kilómetros, sino con los silencios. Pero se contuvo. —Entonces confío en ti —dijo simplemente.
Él le sonrió, y la tensión se disolvió por un instante.
Pasaron el resto de la mañana haciendo cosas pequeñas: preparar la maleta, revisar documentos, discutir sobre el abrigo adecuado para Berlín. La naturalidad de esas tareas era casi reconfortante, un intento de anclar el tiempo. Sin embargo, cada gesto tenía un matiz de despedida.
Cuando cayó la tarde, salieron a caminar. El barrio olía a pan recién hecho y a humo de chimeneas. Las farolas encendían sus halos anaranjados sobre las aceras húmedas. John le tomó la mano y caminaron en silencio, con el compás de pasos que ya sabían de memoria.
—¿Recuerdas nuestro primer viaje? —preguntó él.
—A Lisboa. Te perdiste tres veces en el tranvía.
—Y tú te reíste todo el día.
—Porque eras un desastre encantador.
John se detuvo; la miró con ese brillo en los ojos que siempre la desarmaba. —Sigo siéndolo.
—Sí —dijo ella—, pero ahora te marchas.
—Solo una semana, cariño.
Elena se inclinó y lo besó. Fue un contacto de labios breve, contenido, más promesa que deseo. Cuando se separaron, ambos comprendieron que ese beso no era una despedida, sino un intento de retener algo que ya empezaba a irse.
De regreso en casa, mientras él guardaba los últimos documentos, Elena se quedó junto a la ventana. El reflejo del cristal devolvía una imagen doble: su rostro y, detrás, el de John. Por un momento, tuvo la sensación de que el tiempo se doblaba, de que ambos estaban a punto de cruzar un umbral invisible.