Capítulo XII – Donde empieza el hogar
La proposición
El atardecer en Hampstead parecía suspendido en un silencio dorado. Desde la ventana del salón, Elena veía cómo la luz se disolvía sobre las chimeneas, tiñendo los tejados de un cobre melancólico. Afuera, un hombre paseaba a su perro bajo una lluvia finísima que apenas humedecía el aire. Dentro, la chimenea recién encendida lanzaba pequeñas ráfagas de calor que ondulaban el ambiente como un suspiro contenido.
John estaba preparando café en la cocina. Movía las manos con esa calma suya, casi metódica, mientras el sonido del molinillo rompía el silencio de la tarde. Habían pasado el día juntos, sin plan alguno, en esa clase de quietud que se construye cuando ya no hay necesidad de llenar los huecos con palabras.
Elena hojeaba un libro sobre la mesa. No leía, solo pasaba las páginas, absorta en la sensación de estar —simplemente estar— allí.
John regresó con dos tazas. —Deberías observar cómo brilla el jardín cuando llueve —dijo, dejándolas sobre la mesa baja—. Esta casa tiene la manía de parecer más viva con el mal tiempo.
Elena sonrió. —Eso suena muy inglés.
—Y tú cada vez menos extranjera —respondió él, con un brillo leve en la mirada. Luego añadió, tras una pausa: —Me gusta verte aquí. No solo de visita.
Ella lo miró sin decir nada. El fuego crepitó con una chispa puntual, como si marcara la frase. John se sentó frente a Elena, los codos sobre las rodillas, con la expresión de quien ha ensayado una idea demasiadas veces antes de decirla en voz alta.
—He estado pensando… —empezó, y la frase quedó suspendida en el aire unos segundos—. No quiero que te lo tomes como una propuesta repentina, ni mucho menos. Pero, si te parece bien, podrías quedarte aquí un tiempo. No como invitada. La miró. —Podrías traer tus cosas, tus libros, tus rutinas. Hacerlo tuyo. Nuestro.
Elena sintió una corriente interna recorrerle el pecho. No era sorpresa, ni miedo: era la conciencia exacta de que algo estaba a punto de cambiar. Se llevó la taza a los labios, solo para ganar unos segundos.
—¿Estás seguro? —preguntó, con una sonrisa que apenas se sostenía—. Dices eso de tal forma que fuera tan simple como cambiar de tren en Baker Street.
John rió suavemente. —Quizá lo sea. Solo que este tren no pasa dos veces.
Ella dejó la taza y lo observó en silencio. Había en su gesto algo profundamente sincero, sin romanticismos ni dramatismo. John no le pedía que se mudara por necesidad, sino por armonía. Era un ofrecimiento tranquilo, de esos que no buscan convencer, solo compartir.
—Tendría que traer mis cosas poco a poco —dijo ella, bajando la mirada hacia el suelo de madera. —Me parece perfecto. Poco a poco es como se construyen las cosas duraderas.
Un silencio amable se tendió entre ambos. Afuera, el cielo había virado a un gris profundo; las luces de las casas vecinas titilaban detrás de las cortinas. Elena pensó en su apartamento, en las paredes que pintó ella misma, en los cuadernos apilados sobre el escritorio, en la silla junto a la ventana donde solía escribir los domingos. Y, aun así, no daba la sensación de pérdida. Sintió tránsito.
John extendió una mano y rozó la suya. —No quiero precipitarte. Si prefieres pensarlo…
—No necesito pensarlo —interrumpió, con voz suave, pero firme—. Quiero hacerlo. Lo dijo sin vacilación, y al hacerlo sintió algo semejante a la paz.
John asintió, sin palabras, como si temiera romper el instante. Se inclinó hacia ella, le apartó un mechón de cabello y le rozó la frente con los labios. —Entonces, ya está decidido —murmuró—. Hampstead tiene nueva inquilina.
Elena sonrió. —Más bien, una cohabitante con demasiados libros.
—Eso se arregla con más estanterías.
Rieron ambos. En ese gesto cotidiano se selló una especie de pacto silencioso. No el de las promesas eternas, sino el de las presencias que se eligen sin obligación. El fuego ardió con un resplandor más vivo. Elena se recostó contra el respaldo del sofá y observó el perfil de John a la luz tenue de la lámpara. Le pareció verlo por primera vez, despojado de cualquier sombra, de toda cautela.
Pensó en las palabras que él había usado: “nuestro”. Qué palabra tan sencilla y tan vasta, pensó. Qué vértigo tan sereno el de empezar a habitarla.
La mudanza
Elena comenzó a empacar dos días después, un jueves nublado en que Londres amaneció con olor a lluvia rancia. Su apartamento olía a papel, a café frío y a memoria. No hubo prisa; John le había insistido en hacerlo poco a poco, sin precipitación. Así que empezó por lo más sencillo: los libros.
Alineó tres cajas en el suelo y se sentó frente a ellas, con la serenidad de quien se despide sin dramatismo. Cada libro que guardaba era un gesto de reconocimiento, un repaso silencioso por los años que la habían traído hasta allí. Algunos títulos conservaban anotaciones suyas al margen, subrayados con tinta azul, una fecha en la esquina. Otros los había comprado en mercados de segunda mano, con dedicatorias ajenas que nunca borró.
Mientras llenaba una caja, recordó la primera vez que llegó a aquel piso, hacía casi tres años, con una maleta pequeña y la determinación de empezar desde cero. Entonces, el silencio del lugar le resultó un refugio. Ahora, en cambio, esa misma quietud le pedía movimiento.
—No todos los lugares son para quedarse —susurró, como si se hablara a sí misma.
En el alféizar, la planta de lavanda que le había regalado Clara se inclinaba hacia la ventana. Afuera, el cielo se deshacía en una llovizna tenue. Elena la miró un instante antes de decidir que también se iría con ella. No quería dejar atrás lo que había florecido, ni siquiera en lo pequeño.
Por la tarde llegó John con una sonrisa y una caja vacía bajo el brazo. —¿Empiezas por los libros? —preguntó, mirándola rodeada de montones. —Es lo único que me sé ordenar —respondió ella.