Capítulo XV – La forma del aire
I. La visita
El sábado amaneció con una luz débil, casi acuosa. Londres parecía contener el aliento tras una noche de lluvia persistente. El sonido de los coches, amortiguado por la humedad, llegaba hasta la ventana del estudio, donde Elena terminaba de limpiar los pinceles con movimientos lentos, concentrados. En el suelo, apoyados contra la pared, permanecían más de una docena de cuadros: algunos recientes, otros que había guardado durante meses sin saber si volvería a mirarlos.
John entró con dos tazas de café y el gesto sereno de quien lleva días esperando ese momento. —He hablado con Patrick —anunció, dejándole una taza junto al caballete—. Viene dentro de una hora. Elena levantó la vista, sorprendida. —¿Hoy? —Sí. Dijo que prefería observar los cuadros aquí, en su espacio natural. —John sonrió—. Le parece importante entender de dónde nacen.
Ella asintió, intentando ocultar la inquietud que le temblaba en los dedos. Miró alrededor: el desorden habitual del estudio, los frascos abiertos, el olor denso a óleo y linaza. Todo le pareció, de pronto, demasiado íntimo. —No sé si estoy preparada para que vea esto —murmuró. —No tienes que demostrarle nada. Solo mostrarle quién eres.
El silencio que siguió fue casi cálido. Afuera, la lluvia volvía a caer con un murmullo persistente.
Cuando Patrick llegó, llevaba el abrigo empapado y una sonrisa de invierno. Traía bajo el brazo una carpeta con notas y una libreta. —Espero no haber venido demasiado temprano —dijo al entrar. —En absoluto —respondió John—. Elena te esperaba. Ella se acercó para saludarlo. —Gracias por venir —susurró. —Gracias a ti por dejarme entrar en tu mundo —replicó Patrick con una cortesía que no sonaba fingida.
El estudio estaba lleno de una claridad grisácea. Patrick recorrió el espacio sin prisa, con las manos cruzadas a la espalda. Se detuvo frente al primer cuadro, uno de tonos verdes y ocres, donde apenas se distinguía la silueta de una figura entre brumas. —¿Este tiene título? —preguntó. —El eco de las hojas —respondió Elena. —Hermoso. Me gusta cómo permites que respire el vacío. No intentas llenarlo, lo dejas decir.
Patrick levantó la vista un instante y encontró la mirada de John. Entre ambos hubo una comprensión silenciosa: el uno veía belleza, el otro buscaba verdad. Por un momento, aquella diferencia pareció trazar un filo invisible en el aire.
Él observaba en silencio, apoyado en el marco de la puerta. Sabía que no debía intervenir; la conversación entre ellos parecía tener un ritmo propio, hecho de pausas y miradas más que de palabras.
El galerista pasó al siguiente cuadro, un paisaje costero donde el horizonte se disolvía en un azul metálico. —¿Y este? —Se llama Mar al final de la tarde. Patrick asintió, entornando los ojos. —Hay algo contenido aquí, como si el mar estuviera a punto de recordar algún asunto que ya olvidó. Elena lo miró con sorpresa. —Eso mismo sentí al pintarlo.
Durante al menos una hora, fueron recorriendo la habitación. Él tomaba notas, hacía comentarios breves, casi siempre certeros. De vez en cuando sonreía, como si reconociera un lenguaje que había estado esperando escuchar.
Finalmente, se volvió hacia ella: —Tienes dos caminos —dijo—. Podríamos construir la exposición sobre la idea de luz y memoria, o bien en lugares que no existen, porque muchos de tus paisajes parecen recordados, no observados. Elena lo escuchaba con atención. —No sabría elegir. Patrick la miró con una mezcla de ternura y respeto. —No hace falta ahora. Pero hay una coherencia secreta entre todos ellos. Lo interesante será mostrar ese hilo, no el tema.
Se acercó al cuadro más reciente, uno que ella había pintado apenas una semana atrás: una ventana abierta sobre un jardín en penumbra. Los tonos eran suaves, casi perceptibles, como si la luz se estuviera desvaneciendo. El propietario de la galería permaneció un largo rato frente a él. —Este debería ser el centro —dijo al fin—. Tiene el equilibrio perfecto entre lo que se ve y lo que se retira. —No estaba segura de incluirlo —confesó Elena—. Es el más íntimo de todos. —Entonces debe estar —replicó él—. Las obras que más dudamos mostrar son siempre las más necesarias.
John asintió en silencio, admirando la precisión de aquellas palabras.
Patrick anotó algunos títulos y volvió a guardar la libreta. —Podríamos seleccionar ocho —dijo—. Quiero que la exposición respire. El espectador necesita espacio entre cuadro y cuadro, igual que tú lo requieres para pintar.
Se inclinó sobre uno de los cuadros más antiguos, una figura apenas bosquejada en tonos terracota. —Este no debería estar —dijo con calma—. Rompe el ritmo del conjunto. Elena frunció el ceño. —Es importante para mí. —Por eso precisamente —respondió él—. La emoción del artista a veces enturbia la del espectador. Hubo un silencio breve. John intervino, conciliador: —Deja que respire, Patrick. Quizá su desorden también tenga voz. Él asintió, sonriendo. —Lo pensaré. Elena lo acompañó hacia la puerta. La lluvia había cesado; en el jardín quedaban charcos que reflejaban el cielo plomizo.
Antes de marcharse, se detuvo un instante en el umbral: —Te diré algo —añadió, con una voz más baja—. No busques perfección porque es muda y tus cuadros hablan.
Ella se quedó quieta, mirando cómo se alejaba bajo la llovizna. John se acercó y le pasó un brazo por los hombros. —¿Ves? —murmuró—. No ha venido a juzgarte, sino a escucharte. Elena respiró hondo. —Me siento… vulnerable. Como si hubiera dejado abiertas todas las ventanas. —Quizá de eso se trata —dijo él—. De dejar que el aire entre, aunque no sepamos qué trae.
John, en la puerta, la vio alejarse, sabiendo que algo en ella acababa de cambiar de respiración.
El estudio olía a madera húmeda y café tibio. Sobre la mesa, la libreta que Patrick había olvidado mostraba una página abierta. En ella, Elena leyó una frase subrayada: “Lo esencial no es mostrar lo que se ve, sino lo que queda después”.