Bajo las luces de Londres

Capítulo XVI - Las horas que preceden a la luz

Capítulo XVI – Las horas que preceden a la luz I. La llamada La mañana había amanecido con una luz limpia, de esas que parecen recién estrenadas. En la casa, el olor del café se mezclaba con el de la lluvia que había caído durante la noche. Los cristales, aún perlados de gotas, filtraban un resplandor lechoso sobre la mesa donde John hojeaba el periódico. El sonido de las páginas era el único movimiento en un espacio detenido, doméstico, tranquilo. Elena entró desde el estudio con un cuaderno lleno de notas bajo el brazo. Llevaba una camisa azul remangada y el cabello recogido en un moño algo suelto, de esos que dejan escapar un par de mechones sobre la nuca. En el rostro le quedaban los rastros de una madrugada sin demasiadas horas de sueño: los ojos enrojecidos, las manos manchadas de un leve tono ocre. —No deberías trabajar tanto hoy —dijo John sin levantar la vista del periódico—. Mañana vas a necesitar toda la energía del mundo. —Lo sé. Pero si no reviso el orden de las obras, no dormiré esta noche. —Tampoco dormiste anoche —replicó él, con una sonrisa. Elena se sirvió café, se sentó frente a él y abrió el cuaderno. Durante unos segundos no hablaron: solo el sonido del reloj de pared y el repiqueteo ocasional de una cucharilla al chocar con la porcelana. Afuera, una bandada de gaviotas sobrevolaba los tejados del barrio, sus gritos rasgando el silencio matinal. Entonces sonó el teléfono. Elena lo miró con un breve sobresalto, como si aquel timbre hubiera interrumpido una ceremonia. —¿Esperas alguna llamada? —preguntó John. —No… creo que no. Tomó el auricular. —¿Sí?... Sí, soy yo. Al otro lado, una voz femenina de dicción perfecta respondió: —Buenos días, habla Sarah Collins, del departamento cultural de la BBC. ¿La he llamado en mal momento? —No, en absoluto. Dígame. —Estamos preparando una edición especial sobre nuevos talentos del arte británico y nos gustaría contar con su presencia en el programa de esta tarde. Sería una entrevista en directo, en nuestros estudios de Portland Place. Elena parpadeó, tratando de asimilar lo que acababa de oír. —¿Hoy mismo? —Sí, exactamente. La emisión será a las cuatro. Su exposición se inaugura mañana, y creemos que sería un momento ideal para presentarla al público. John, que la observaba desde la mesa, levantó una ceja interrogante. Elena le devolvió una mirada de asombro y duda. —De acuerdo —respondió al fin—. A las cuatro estaré allí. —Perfecto. Nuestro equipo pasará a recogerla a las tres y media. Hasta entonces, señorita Watkins, y enhorabuena. Cuando colgó, la casa pareció llenarse de una vibración nueva. —¿Quién era? —preguntó John. —La BBC —contestó ella, aún con una sonrisa incrédula—. Quieren entrevistarme esta tarde. —¿La BBC? Vaya... Ya era hora de que alguien lo notara. Él se levantó, rodeó la mesa y le besó la frente. —Sabía que iba a llegar este momento. ¿Nerviosa? —Un poco. —Elena se rió, pero sus manos jugaban con el borde de la taza—. No sé qué decir en televisión. —Solo sé tú misma. Habla como pintas: con calma, con verdad. Pasaron la mañana entre preparativos. John la ayudó a elegir la ropa: un vestido gris perla de líneas sencillas, sobrio pero elegante. Elena se maquilló apenas, dejando que la naturalidad de su rostro hablara por ella. Antes de salir, miró por la ventana del estudio. Los lienzos descansaban apoyados contra la pared, cubiertos con sábanas blancas, como si también esperaran algo. El edificio de la cadena de televisión se alzaba con su habitual solemnidad de piedra y vidrio. Dentro, los pasillos olían a metal y a luz de estudio. Asistentes de voz apresurada pasaban con carpetas, cables, auriculares colgando del cuello. Elena caminaba junto a una joven productora que la guiaba con pasos ágiles. —Solo unos minutos para maquillaje y sonido —le decía—. La presentadora está muy entusiasmada con su trabajo. El plató era un espacio amplio, silencioso, lleno de focos que desprendían calor. En el centro, dos sillones de cuero claro se enfrentaban bajo una luz cálida, casi teatral. A su alrededor, técnicos ajustaban cámaras y monitores. Elena sintió un nudo en el estómago, ese vértigo previo a la exposición pública. La presentadora apareció sonriendo: alta, impecable, con un vestido color malva y una voz que parecía fluir como agua. —Elena Watkins, qué placer tenerla aquí —dijo mientras le estrechaba la mano—. He visto algunas imágenes de su obra y me parecen fascinantes. —Gracias. Es un honor estar aquí. —Va a hacerlo muy bien, se lo aseguro —añadió la periodista con tono tranquilizador—. Solo será una charla entre nosotras. Poco después, el asistente contó en voz alta: —Cinco… cuatro… tres… Las luces se intensificaron. El rostro de Sarah Collins se volvió hacia la cámara con esa serenidad estudiada que precede a la emisión en directo. —Buenas tardes. Bienvenidos a Panorama Cultural. Hoy tenemos con nosotros a una de las nuevas voces más prometedoras del arte británico contemporáneo. Su obra, marcada por una mirada íntima y un profundo sentido de la memoria, ha captado la atención de críticos y coleccionistas. Mañana inaugura su primera gran exposición en la galería Davies Art Room, en pleno corazón de Londres. Démosle la bienvenida a Elena Watkins. La cámara giró hacia ella. Elena sonrió, un poco rígida al principio, y asintió con un gesto breve. —Elena, mañana es un día importante. ¿Cómo se siente? —Un poco como antes de un viaje largo —dijo—. Emocionada, pero también consciente de todo lo que ha costado llegar hasta aquí. —Su obra ha sido descrita como una combinación entre introspección y paisaje. ¿Qué hay detrás de esa mezcla? —Creo que el paisaje es una forma de hablar de uno mismo. Puedo pintar un cielo gris y, sin querer, estoy describiendo un estado del alma. Sarah la observaba con genuino interés. —Se ha dicho que su trabajo aporta una nueva sensibilidad femenina al arte contemporáneo. ¿Le incomoda esa etiqueta? —No. Aunque preferiría pensar que aporta una sensibilidad humana. El arte no tiene género, pero sí tiene voz, y la mía, inevitablemente, es la de una mujer. Hubo un breve silencio antes de la siguiente pregunta. —¿Qué espera que el público sienta cuando vea sus cuadros? —Nada concreto. Quizá solo eso: que sienta. Vivimos rodeados de imágenes que pasan demasiado deprisa. Si un espectador se detiene un momento frente a uno de mis cuadros, aunque sea para respirar distinto, ya me doy por satisfecha. Sarah sonrió, encantada por la respuesta. —Hay algo profundamente sereno en su manera de hablar. ¿Siempre supo que quería dedicarse a la pintura? —No exactamente. Empecé como quien busca una salida, no una profesión. La pintura fue primero una forma de entender lo que me pasaba. Después, se convirtió en la manera de estar en el mundo. En la pantalla, la realización alternaba primeros planos de su rostro, las manos sobre el regazo, el leve temblor de un dedo cuando hablaba. Elena lo notó: el cuerpo también respondía, incluso cuando uno creía mantener la calma. —¿Hay alguien que haya sido especialmente importante en este camino? —preguntó la presentadora. Elena vaciló apenas un segundo. —Sí. Hay personas que llegan sin avisar y te recuerdan quién eras antes de perderte. No diré nombres, pero saben quiénes son. La periodista asintió, comprendiendo el peso emocional de la respuesta. —Elena Watkins, ha sido un placer. Le deseamos el mayor de los éxitos en la inauguración de mañana. —Gracias. Las luces se atenuaron, y el técnico hizo una señal de corte. Los miembros del equipo aplaudieron suavemente. Elena respiró, liberando el aire contenido. Sarah Collins se inclinó hacia ella y le dijo en voz baja: —Ha estado magnífica. No solo pinta bien: también sabe hablar como si pintara. Fuera del estudio, el aire olía a lluvia y a asfalto recién lavado. A través de las puertas de cristal, Elena vio el resplandor de los flashes: la prensa sensacionalista la aguardaba como un mar inquieto. John, de pie entre los fotógrafos, le hizo una seña y sonrió con complicidad. Ella avanzó con paso sereno, mientras los gritos se mezclaban con el sonido de los obturadores. —¡Elena, una foto! ¿Es cierto que su pareja inspiró sus cuadros? ¡Una palabra para nuestros lectores! —Respira —le susurró John al oído cuando logró alcanzarla—. Ya casi estamos fuera. Pero Elena se detuvo, se volvió hacia los periodistas y anunció, con una calma que contrastaba con el tumulto: —No hay inspiración más verdadera que la vida misma. Y hoy, créanme, la vida es suficiente. Un murmullo de asombro recorrió el grupo antes de que los flashes volvieran a estallar. John la tomó del brazo y la condujo al coche. Dentro, mientras la ciudad se deslizaba por las ventanillas, Elena apoyó la cabeza en el hombro de él. —No ha estado tan mal —susurró. —Nada mal —respondió John—. Pero la próxima vez, prometo llevar paraguas. Y ambos rieron, dejando que la tensión del día se deshiciera en la complicidad de esa risa. II. La cena La tarde se fue deshaciendo lentamente sobre Londres. Desde el coche, el reflejo de los escaparates y las farolas recién encendidas pasaba como una cinta de luz líquida. Elena miraba por la ventanilla, todavía con el eco de las preguntas, los flashes, el zumbido del estudio. En su regazo, las manos se movían de forma automática, una sobre otra, buscando algo de quietud. John conducía sin prisa, con esa calma que lo caracterizaba incluso en los días más ruidosos. —¿Estás bien? —preguntó al girar por una calle lateral. —Creo que sí. —Ella sonrió, aunque la sonrisa le salió cansada—. Fue todo tan rápido que todavía no termino de creérmelo. —Lo hiciste de maravilla. —John la miró de reojo—. Tenías una luz distinta, no sé si te lo han dicho alguna vez. —No —respondió, riendo suavemente—. Supongo que será culpa de los focos. Él negó con la cabeza: —No. Era otra cosa. Una serenidad… como si hubieras estado toda la vida esperando ese momento sin saberlo. Elena se quedó callada, mirando cómo el cielo se volvía de un gris más profundo. Llevaba dentro un cansancio dulce, de esos que no pesan, sino que envuelven, como la bruma de un amanecer. Afuera, el tráfico rugía con el murmullo constante de la ciudad que nunca duerme del todo. El coche se detuvo frente a un pequeño restaurante de fachada antigua. Las letras doradas del letrero decían Trattoria di Lorenzo. Del interior llegaba el olor a tomate fresco, albahaca y pan tostado. —¿Lo conocías? —preguntó ella. —Hace años. Solía venir cuando necesitaba escribir sin distracciones. Pensé que te gustaría. Al entrar, los recibió el calor amable de un local donde el tiempo parecía detenido. Las paredes estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro: músicos, actores, antiguos clientes sonriendo a la cámara. Una lámpara de cristal lanzaba destellos suaves sobre las mesas, y una música italiana sonaba de fondo, casi como un suspiro. Un camarero de cabello plateado los condujo a un rincón apartado, junto a una ventana empañada. Sobre la mesa, un diminuto florero con una rosa roja y una vela encendida completaban la escena. —Es perfecto —dijo Elena, quitándose el abrigo—. Parece un lugar sacado de una película antigua. —Eso intento —bromeó John mientras se sentaban—. Reescribir las escenas, pero con mejor final. Pidieron vino tinto, carpaccio y pasta fresca. Durante los primeros minutos hablaron poco, limitándose a mirar alrededor y dejar que el ambiente hiciera su trabajo. El murmullo de las conversaciones ajenas era como un fondo protector, un colchón de voces que los mantenía a salvo de la tensión del día. Elena se sirvió una copa: —¿Sabes qué fue lo más difícil de la entrevista? —preguntó—. No parecer pretenciosa. Me daba miedo que todo sonara a discurso ensayado. —Y, sin embargo, sonabas completamente sincera. —John apoyó los codos sobre la mesa—. Dijiste que la pintura era tu manera de entender lo que te pasa. Creo que esa frase va a resonar mucho más de lo que imaginas. Elena bajó la vista, moviendo el vino dentro de la copa. —A veces tengo miedo de no estar a la altura. Todo esto se siente demasiado grande. —¿Grande respecto a qué? —Respecto a mí. A lo que soy, a lo que creía poder ser. —Eso lo pensamos todos —respondió él—. Pero hay un punto en el camino en que ya no se trata de estar a la altura, sino de sostener lo que uno ha creado. Tú ya lo hiciste. Ahora solo tienes que permitirte disfrutarlo. Ella lo miró en silencio. Le gustaba la forma en que John hablaba: sin solemnidad, aunque con la precisión de quien ha pensado las cosas durante mucho tiempo. —¿Te acuerdas cuando pinté el primer cuadro de la serie? —preguntó de pronto—. Estábamos en Hampstead, y no tenía ni idea de lo que buscaba. Solo manchas y un montón de dudas. —Claro que me acuerdo. —John sonrió—. Dijiste que el lienzo era más honesto que la gente. Elena soltó una carcajada breve, sorprendida de que lo recordara. —Eso suena bastante cínico. —O lúcido. A veces es lo mismo. El camarero volvió con los platos. El aroma del pan recién horneado y la salsa de vino inundó el aire. Elena cerró los ojos un instante, como si quisiera grabar en la memoria ese breve momento perfecto. —¿Te das cuenta? —dijo John mientras servía el vino—. Esto también forma parte de la exposición. —¿Cenar? —No exactamente. Este momento. El día antes de que todo cambie. —¿Y si no cambia nada? —preguntó ella, levantando la mirada. —Entonces será todavía mejor. Significará que ya estabas donde debías estar. Durante unos segundos solo se oyó el tintinear de los cubiertos. Afuera, la lluvia había vuelto, delgada, constante, haciendo que las luces del exterior se reflejaran en la ventana como hilos de oro líquido. Elena se inclinó un poco hacia él. —Hoy, mientras me maquillaban, escuché a una asistente decir: “Mírala, parece tan tranquila”. Y pensé: si supieras. —El secreto es ese —añadió John—. Nadie lo sabe, y tú sigues avanzando. Ella se echó a reír, pero la risa se le quebró en algo más suave. —Gracias por estar ahí. —No sabría estar en otro sitio. La mirada de ambos se sostuvo un momento, sin necesidad de palabras. Había en el aire una complicidad antigua, de esas que solo existen cuando dos personas han compartido silencios más que conversaciones. El camarero se acercó de nuevo con la carta de postres: —¿Desean algo más? —Solo café —contestó John—. Y tiempo. El camarero esbozó una sonrisa y se alejó. Cuando el café llegó, Elena lo sostuvo entre las manos como si necesitara ese calor para mantenerse anclada al presente. —Mañana todo será distinto —murmuró. —Quizá —respondió él—. Pero esta noche, no. Esta velada es solo nuestra. Ella asintió. En su interior, el miedo se había transformado en una calma profunda, casi luminosa. —Prométeme que estarás allí cuando empiece la inauguración —dijo de pronto. —Prometido. Y te advierto que pienso ser el primero en entrar. —Y el último en irse —añadió Elena, divertida. Brindaron en silencio. La vela tembló con la corriente de aire que venía de la puerta, proyectando sombras suaves sobre sus rostros. Cuando salieron, la lluvia había amainado. Las calles de Soho brillaban como espejos, y el aire olía a pan y gasolina, mezcla de ciudad viva y promesa nocturna. Caminaron despacio, sin paraguas, compartiendo el mismo abrigo. A lo lejos, el sonido de un saxofón callejero se mezclaba con el rumor del tráfico. Elena apoyó la cabeza en el hombro de John, sintiendo el ritmo pausado de su respiración. —¿Sabes? —dijo ella en voz baja—. Durante la entrevista, cuando me preguntaron qué esperaba del público, me di cuenta de que lo único que quiero es seguir mirando el mundo con la misma curiosidad. —Entonces ya ganaste —contestó John—. Porque la curiosidad no se compra ni se vende. Se vive. Se detuvieron en una esquina. Un taxi pasó levantando un arco de agua. Las luces se reflejaron en los charcos, y durante un segundo, el asfalto pareció un cielo invertido. —Mañana será un gran día —dijo él. —Mañana —repitió ella, como quien saborea una palabra recién descubierta—. Pero esta noche… esta noche tiene algo de eternidad. Y siguieron caminando bajo la lluvia leve, entre el rumor de la ciudad y el murmullo del vino todavía en la sangre, como si todo lo que les esperaba al día siguiente quedara suspendido en el aire, al otro lado del tiempo. III. La reunión en la galería La mañana amaneció envuelta en una luz de cristal. Londres parecía haberse lavado durante la noche; las calles brillaban con un resplandor casi nuevo, y el aire traía ese perfume indefinible que dejan los días que prometen algo. En el apartamento, Elena se vistió con calma. Había dormido poco, aunque no por nervios, sino por una extraña sensación de plenitud, como si al fin la vida estuviera comenzando a cobrar un sentido que antes solo intuía en sus lienzos. John iba a salir temprano hacia la redacción. La oyó moverse entre las sábanas cuando él aún se ataba la corbata. Se acercó, le besó el cabello y le comentó, en un susurro: —Terminaré el artículo antes del mediodía. Nos vemos en la galería, mi hermosa celebridad. Ella sonrió medio dormida, y su voz salió envuelta en una bruma cálida: —No digas eso. Me vas a traer mala suerte. Ahora, mientras bajaba las escaleras de su edificio, Elena recordaba aquel gesto fugaz. Llevaba una carpeta bajo el brazo con las notas del montaje final y una bufanda de lana gris que aún conservaba el aroma del café de la mañana anterior. Tomó un taxi hacia Bloomsbury; el tránsito matinal era un río constante de autobuses rojos, ciclistas y peatones apurados. Los escaparates se reflejaban en las ventanillas como un desfile de espejos fugaces. Cuando llegó, Patrick ya estaba allí. La galería olía a madera recién encerada y a pintura al óleo. Las paredes, de un blanco limpio, esperaban las últimas piezas como una respiración contenida. Patrick se encontraba en el centro del salón principal, revisando la disposición de los focos con un técnico. Giró al oír sus pasos. —¡Ah, la artista! —exclamó con una sonrisa amplia—. Pensé que te habías fugado con la BBC. Elena soltó una breve risa: —No me habrían dejado salir con tanta fácilidad. Fue… una experiencia extraña, pero bonita. Él, con su habitual elegancia desordenada —americana de lino, bufanda mal anudada, el pelo algo revuelto—, le ofreció un café de un termo improvisado. —Lo imaginé. Ya he visto fragmentos de la entrevista en la web. Estás espléndida, muy natural. Se nota que no te aprendiste ninguna respuesta. —No sabría hacerlo, aunque lo intentara —replicó ella—. Solo hablé como sentía. Patrick asintió con una mezcla de complicidad y respeto: —Eso es precisamente lo que conecta a la gente con tu obra. No hay impostura. Mira, ven —dijo, guiándola hacia una de las salas laterales. En la pared del fondo, colgaba La ventana del norte, uno de sus cuadros más personales. La luz del techo caía oblicua sobre el lienzo, realzando los tonos pálidos del amanecer. —¿Qué te parece? —preguntó Patrick, retrocediendo un paso para observar. Elena ladeó la cabeza. —Quizá un poco más de distancia con el foco. Esa esquina necesita respirar. Él dio unas instrucciones al técnico, y el haz de luz se suavizó apenas. —Ahora sí —dijo ella, con un leve asentimiento. Caminaron juntos por las distintas salas. Cada cuadro parecía tener su propio pulso, su propio modo de habitar el espacio. En el silencio, se oía el crujido de los pasos sobre el parquet y el leve zumbido de las lámparas encendiéndose una a una. —No sabes la cantidad de llamadas que he recibido desde ayer —comentó Patrick mientras revisaba su tablet—. Coleccionistas, críticos, periodistas… Parece que Londres se ha despertado con tu nombre en la boca. Elena lo miró, sorprendida: —¿Tanto ruido hace una entrevista? —Cuando es buena, sí. Y cuando hay verdad detrás, aún más. —Levantó la vista hacia ella—. ¿Estás preparada para lo que viene? Ella sonrió, aunque su mirada se perdió un instante entre los cuadros: —No lo sé, Patrick. No creo que uno pueda prepararse para algo así. Aunque sí quiero vivirlo sin miedo. Él dejó la tablet a un lado y se apoyó en el mostrador, cruzando los brazos. —Eso es lo único que importa. Lo demás… es ruido de fondo. Elena asintió. En ese momento, un rayo de luz se filtró por los ventanales altos, proyectando en el suelo un reflejo dorado que tocó apenas la punta de sus zapatos. Se inclinó, acariciando con la vista esa mancha de luz. —Mira eso —dijo—. Parece el principio de un cuadro. —Pues anótalo. Quizá lo pintes después de todo esto —respondió Patrick, sonriendo. La mañana avanzaba, y los preparativos seguían su curso. Ajustaron etiquetas, repasaron el recorrido del público, verificaron el sonido de la música ambiental. En el despacho trasero, los folletos de la exposición estaban apilados junto a las copas de champán aún sin descorchar. Él se detuvo un momento, observándola mientras revisaba una lista. —Elena —dijo, con tono más serio—, hay algo que quería decirte desde hace tiempo. Ella levantó la mirada, expectante. —¿Qué pasa? —He trabajado con muchos artistas, pero rara vez he sentido que estaba ante alguien que realmente vive lo que pinta. No sé si entiendes lo que quiero decir. Elena guardó silencio un segundo: —Sí, creo que sí. No sé si pinto lo que vivo o vivo para poder pintar. A veces no hay frontera. Patrick sonrió, como si esa respuesta confirmara lo que pensaba. —Entonces esta exposición no es un punto de llegada, sino un comienzo. —Eso espero —respondió ella, con una voz suave pero firme—. Me gustaría que fuese el principio de algo más grande, aunque aún no sepa qué. En ese momento, el timbre de la puerta principal interrumpió la conversación. Era John. Llevaba su abrigo oscuro, el cabello algo revuelto por el viento y una carpeta bajo el brazo. —Perdonad la intrusión —dijo, sonriendo—. He venido directamente de la redacción. Ya entregué el artículo. Patrick lo saludó con efusividad: —Justo a tiempo para ver el resultado final. Tu pareja está a punto de convertir Bloomsbury en el centro del mapa. John miró a Elena con un brillo de orgullo: —No esperaba menos. ¿Todo listo? —Casi —respondió ella—. Falta que tú digas que el cuadro de la entrada está bien colocado. Caminaron juntos hasta la pieza principal, Luz de diciembre, el lienzo que abriría la exposición. Representaba una calle londinense al atardecer, los reflejos de las farolas sobre el pavimento húmedo, una figura solitaria al fondo. John la contempló en silencio, luego tomó la mano de Elena. —Está perfecto. —Y añadió, con voz baja—. No solo el cuadro. Todo. Ella apretó sus dedos, dejando que ese gesto hablara por ella. Patrick los observó unos segundos, luego se apartó con discreción hacia el despacho, fingiendo revisar papeles. La luz siguió entrando por los ventanales, y el rumor de la ciudad comenzó a mezclarse con el eco suave de sus pasos. En aquel instante, Elena sintió que el mundo —con toda su incertidumbre y su ruido— quedaba afuera, esperando a que ella abriera las puertas de su propio destino.




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