Bajo las luces de Londres

Capítulo XVII - El resplandor de la víspera

Capítulo XVII – El resplandor de la víspera

I. La casa encendida

La mañana del día de la inauguración amaneció con una luz tan limpia que parecía haber sido lavada durante la noche. El cielo, de un azul casi de porcelana, dejaba caer un resplandor suave sobre los tejados de Bloomsbury, y las ventanas, aún húmedas por la llovizna de la madrugada, devolvían reflejos que temblaban como espejos líquidos. Londres comenzaba a contener el aliento, suspendida en una calma expectante.

En el apartamento, el olor del café se mezclaba con el de las flores frescas. John había madrugado antes que ella, y ahora disponía sobre la mesa un ramo de lirios blancos y ramas de eucalipto, una combinación que a Elena le pareció luminosa, casi ceremonial. Existía algo de ternura doméstica en aquel gesto que contrastaba con la solemnidad del día que los aguardaba.

—¿Siempre te levantas tan temprano cuando no tienes trabajo? —preguntó ella, acercándose descalza, envuelta en una bata de lino.

—Solo cuando el trabajo lo tiene otro —respondió él, con una sonrisa—. Hoy le cedo el turno a la artista de la casa.

Elena rió, pero enseguida se distrajo con el sonido insistente del teléfono. Vibraba sobre la encimera, emitiendo destellos y nombres que se sucedían sin descanso: periodistas, galeristas, amigos, algún número desconocido. Lo tomó con un suspiro.

—Parece que medio Londres ha decidido llamarme hoy —dijo.

—Eso es buena señal —contestó John, sirviendo el café—. Significa que has conseguido lo que querías.

Ella negó suavemente con la cabeza: —No lo sé. A veces siento que todo esto me sobrepasa. Como si alguien hubiese adelantado el reloj y yo no terminara de llegar a tiempo.

John la miró con esa calma que sabía contagiar: —Quizá no sea el reloj el que corre, cariño. Quizá eres tú la que, por fin, va a su ritmo.

Elena sonrió, dejándose caer en la silla junto a la ventana. Afuera, un vendedor ambulante cruzaba la calle con su carrito de flores; un perro lo seguía sin correa, olfateando los charcos. Todo parecía más nítido, como si el día se hubiese pintado con la misma delicadeza que sus lienzos.

—Hoy Londres parece esperar algo —murmuró.

—Te espera a ti —respondió él, con naturalidad.

Ella guardó silencio. Era una frase sencilla, pero la sintió pesar en el aire con una verdad serena. Aquel día no era solo una exposición: era la confirmación de que la voz que había temido no tener, al fin encontraba eco.

El teléfono volvió a sonar. Una productora de radio local quería concertar una entrevista; después, un periodista de The Guardian pedía unas palabras sobre “la nueva sensibilidad luminosa en la pintura británica”. Elena respondió con amabilidad, pero sin impostura. Su tono era pausado, casi meditativo. Las frases fluían con esa mezcla de modestia y seguridad que solo otorgan los años de trabajo en silencio.

John la observaba con una mezcla de orgullo y fascinación. La había visto pintar de madrugada, con los dedos manchados de pigmento y los ojos encendidos por una luz interior que no necesitaba lámparas. La había observado dudar, romper bocetos, empezar de nuevo. Ahora la veía hablar como quien por fin se ha reconciliado con su destino.

—Te estás convirtiendo en una experta en entrevistas —dijo cuando colgó.

—He aprendido a respirar entre pregunta y respuesta —replicó ella—. Es lo mismo que pintar: hay que dejar un espacio para que la luz penetre.

Él rió, levantando su taza a modo de brindis: —Brindo por eso y por el espacio que vendrá.

Pasaron la mañana en un ir y venir de gestos cotidianos: el café, la ropa, los mensajes que se acumulaban. Cuando Elena abrió el armario, se detuvo frente a dos vestidos. Uno negro, sobrio y elegante; otro marfil, con una caída suave que parecía atrapar la luz.

—¿Cuál crees que debería llevar? —preguntó, sosteniéndolos contra el pecho.

—El marfil —respondió él sin dudar—. Tiene luz propia y esta noche todo gira en torno a la luz, ¿no?

—Supongo que sí —dijo, mirándose en el espejo—. Aunque temo parecer demasiado confiada.

—No es confianza —corrigió John—. Es certeza y la verdad, cuando es bella, nunca resulta arrogante.

Ella le lanzó una mirada que mezclaba ternura y gratitud: —A veces olvido que eres periodista. Tienes frases que podrían venderse en una antología.

—Solo si tú las ilustras —respondió él.

Mientras se vestía, la habitación se llenó de una claridad más alta. La tela del vestido marfil recogía cada destello del mediodía, y su piel adquiría un brillo sereno, casi pictórico. Se colocó los pendientes que había heredado de su madre y se miró en el espejo con una sonrisa breve. En su reflejo no reconocía la inseguridad de otros tiempos: tenía en su rostro una serenidad que solo da el trabajo cumplido.

Entonces sonó el timbre. John fue a abrir. En el umbral, un mensajero sostenía una caja estrecha envuelta en papel blanco. Dentro, un ramo de rosas recién cortadas y una nota escrita a mano:

«Por la artista que devuelve al lienzo la respiración del tiempo. —P.»

Elena reconoció la firma de Patrick y sonrió. Colocó las flores junto a las de la mesa; el aire se llenó de un perfume delicado, entre fresco y dulce, que parecía prolongar el silencio. Durante un instante, se quedó mirando el conjunto: el ramo, la luz, el vestido, el olor a café. Todo formaba una escena que habría querido capturar en un cuadro.

—¿En qué piensas? —preguntó John.

—En que esto… —dijo, abarcando el espacio con la mirada—. Esto también es arte, ¿sabes? Lo que pasa entre los cuadros, lo que no se exhibe.

John se acercó despacio, apoyando una mano en su hombro: —Te miro y pienso que la artista ya está dentro del cuadro.

Ella rió, ligera: —Entonces esperemos que no me cuelguen todavía.

El sonido del teléfono interrumpió el momento. Elena contestó casi al instante. Era Patrick, con su tono característico de urgencia elegante.




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