Capítulo XVIII – El rumor del día siguiente
I. La marea de las voces
La mañana amaneció con una claridad que dolía. El sol se filtraba entre las cortinas con la misma obstinación con que los periódicos llevaban su nombre en portada. Elena abrió los ojos tarde —sin saber si el cansancio provenía de las horas de sueño perdidas o de la densidad emocional de la noche anterior—. La casa olía a café, a tostadas y al orden improvisado que solo John sabía organizar después de un caos.
En la mesa, los diarios abiertos conservaban la huella de su pulgar, subrayados con lápiz.
—"La nueva voz de la pintura británica" —leyó ella con un suspiro.
—Bueno —replicó él, girando la cuchara en la taza—. Al menos no dijeron “la nueva promesa”. Ya no tienes que prometer nada a nadie.
Elena sonrió; sus ojos hinchados brillaban con la luz translúcida de la euforia contenida.
—No sé si todo esto es real —murmuró. —Lo es. Lo hiciste tú.
El silencio se llenó del vapor del café. Afuera, el tráfico recomenzaba su coreografía: autobuses rojos, cláxones dispersos, peatones envueltos en bufandas. Dentro, la vida doméstica parecía flotar suspendida, como si la casa respirara a otro ritmo.
El teléfono insistía en sonar: primero una vez, luego otra. Llamadas de The Guardian, la BBC, una agencia francesa proponiendo entrevistas conjuntas… Elena intentaba mantener la calma, pero su voz se quebraba entre incredulidad y fatiga. John la observaba desde la cocina, apoyado en el marco de la puerta, con esa sonrisa paciente de quien sabe que lo inevitable ha comenzado.
—Diles que llamarás más tarde. —No puedo, John. Si no contesto, pensarán que estoy rehuyendo. —¿Y no lo estás?
Ella lo miró, pero no respondió. La taza entre sus manos mostraba yemas manchadas de pintura seca, recuerdo de los días previos a la inauguración. En la pantalla, nombres desconocidos, números de prensa, solicitudes, invitaciones. Cada vibración era un latido ajeno, una irrupción en su mundo.
—Han llamado del programa de la tarde —dijo con voz baja—. Quieren que hable del “renacer de la pintura emocional”. No sé ni lo que significa eso. —Significa que te has vuelto tendencia —dijo John, dejando la taza—. Las tendencias no se explican; se sobreviven.
Rieron. Fue una risa breve, agradecida, que alivió por un instante el vértigo. Elena abrió la ventana. El aire fresco le golpeó la cara. Cada músculo aún llevaba la tensión del aplauso y del brillo insistente de los flashes. La galería seguía en su mente como un eco visual: luces cálidas, palabras, manos extendidas, la sensación de estar dentro de algo más vasto que ella misma.
—¿Has pensado en descansar hoy? —preguntó John. —Lo intento, pero no sé cómo se descansa después de una noche así.
Volvieron al sofá, el teléfono entre sus manos. Un mensaje de Patrick apareció:
"Fenómeno total. The Times quiere una exclusiva. Llama cuando puedas y sonríe".
—Patrick cree que la vida es un escenario. —Y tú, sin quererlo, te has convertido en la protagonista —respondió John.
Durante unos segundos permanecieron en silencio. La casa estaba llena de luz, pero algo en ella tenía un matiz de irrealidad, como si la mañana no terminara de asentarse. Elena frotó los ojos, notando el cansancio acumulado. A lo lejos, una sirena. En el alféizar, restos de café seco.
—¿Sabes qué me asusta? —preguntó ella. —Dímelo. —Que todo esto desaparezca tan rápido como ha llegado. Que dentro de una semana nadie recuerde mi nombre.
John la miró con ternura:
—Cariño, las cosas verdaderas no desaparecen. Cambian de forma, pero permanecen.
Ella asintió, sin convicción. Un productor estadounidense quería concertar una entrevista virtual. Elena aceptó por inercia, apuntando horarios en un papel arrugado. A cada llamada, sentía que su propia voz se alejaba un poco más de sí misma, como si hablara desde otro lugar.
—Voy a salir a dar un paseo —dijo finalmente—. Necesito oír algo que no sean teléfonos. —Te acompaño.
Caminaron por las calles del barrio, entre escaparates que comenzaban a abrir y farolas que aún no habían apagado del todo su resplandor. Londres tenía ese aire de domingo que parece perdurar incluso en lunes. La ciudad era un cuerpo lento, luminoso y cansado, igual que ella.
—Ayer, cuando te vi frente a tu cuadro, supe que algo iba a cambiar —dijo John. —¿Para bien o para mal? —Eso no lo decide nadie. Pero cambió.
Se detuvieron junto a un músico que tocaba el violonchelo. Elena sintió una punzada detrás del pecho, una emoción difícil de nombrar.
—A veces tengo la impresión de que la pintura me ha elegido a mí, no al revés. —Y tú la aceptaste —dijo él—. Eso es lo que importa.
De regreso a casa, el contestador parpadeaba. La luz roja parecía respirar.
—Otra llamada —dijo John. —Ya no quiero oírlas.
Se dejó caer en el sofá. Cerró los ojos. Por un instante creyó escuchar aún el murmullo de la galería, las risas, los pasos, los aplausos. La frontera entre la víspera y el presente se volvía líquida. Justo antes de dormirse, el rumor de los teléfonos le pareció el eco mismo de su mente: una forma de silencio que gritaba.
II. El viaje de John
La tarde llegó sin aviso. El cielo gris y rasgado parecía sostener la quietud con una cuerda delgada. En la mesa del comedor, John había desplegado cuadernos y un par de mapas subrayados. La noticia del viaje a Madrid surgió con la espontaneidad de los imprevistos que alteran la rutina: una llamada, una confirmación, un billete comprado en silencio.
—Una semana, nada más —dijo, sin apartar la vista de los papeles—. Quieren que cubra un congreso de antropología urbana. —¿Y justo ahora? —Lo propusieron hace meses. Creí que no saldría adelante. —Siempre salen adelante las cosas que uno no desea del todo —murmuró ella.
No había reproche en su voz, solo fatiga ligera, como si el entusiasmo de la víspera se hubiera diluido en el aire espeso de la tarde. John levantó la mirada y sonrió, con ternura más que explicación.