Capítulo XIX - La distancia de la luz
I. Los días que siguen
Las jornadas que siguieron a la noticia del Whitney Museum se desdibujaron en una claridad inmóvil. Las horas habían dejado de avanzar: se volvían lentos, densos, como si se pegaran a los objetos. Elena comenzó a pintar sin horario, movida no por entusiasmo ni ansiedad, sino por la necesidad de permanecer en movimiento para no pensar. Dormía poco, comía cuando lo recordaba. El reloj dejó de medir el tiempo y pasó a registrar el resplandor. Trabajaba sin conciencia de los minutos: a veces el amanecer la sorprendía frente al lienzo, con las manos manchadas y la mirada fija en un punto que solo ella veía.
Las mañanas la encontraban despierta, envuelta en un silencio azul. Afuera, Londres amanecía con la pereza habitual de noviembre: un cielo de plomo, los cristales perlados de lluvia, el murmullo constante de la ciudad como una respiración subterránea. En el interior del estudio, la luz filtrada por la cortina caía sobre los lienzos recién pintados, en las paletas manchadas de color y las tazas de café helado. La pintura se convertía en un idioma entre ella y el mundo, un modo de traducir aquello que no podía decirse.
Había aprendido a no buscar sentido inmediato a lo que hacía. Cada trazo era una tentativa de comprensión, un gesto que prolongaba la conciencia. En los primeros días después del correo, se descubrió incapaz de mirar sus obras anteriores: le resultaban demasiado cerradas, resueltas, como si pertenecieran a una persona distinta. Lo nuevo exigía otra forma de observar, un pulso diferente. Así comenzó una serie que tituló provisionalmente Cuerpos de luz. En ellos no aparecían figuras reconocibles, solo planos de color superpuestos, transparencias, una geometría que se disolvía en la vibración del pigmento. Era su manera de pensar el espacio entre las cosas, el territorio invisible que habita en una presencia y otra.
Elena trabajaba hasta que la luz natural desaparecía. Entonces encendía una lámpara diminuta sobre la mesa y dejaba que la penumbra del estudio dictara el ritmo del pincel. En ese tránsito de la claridad al gris, encontraba una forma de sosiego. Sentía que la oscuridad no era ausencia, sino otra clase de luz, más íntima y menos dócil.
A veces, al caer la tarde, salía a caminar por el barrio. Las calles húmedas reflejaban los escaparates y los faroles; los autobuses cruzaban las avenidas con su rumor de ballenas metálicas. Londres parecía observarla con la discreción de quien ya la conoce demasiado: el mismo café de la esquina, el quiosco donde compraba los periódicos antes de ignorarlos. Sin embargo, todo tenía una textura distinta, como si su vida hubiera adquirido un relieve más nítido. En una de esas caminatas, se detuvo frente al cristal de una galería diminuta en Fitzrovia. Dentro, un grupo de estudiantes discutía alrededor de una escultura hecha con fragmentos de vidrio. Elena los observó sin entrar. Le conmovió la torpeza luminosa con que uno de ellos intentaba explicar la idea de “fractura” mientras movía las manos con vehemencia. Recordó entonces sus años de aprendizaje, la inseguridad que a veces confundía con humildad, y sintió una ternura retrospectiva por esa versión suya que aún creía que el arte tenía respuestas.
De regreso en casa, encontró el contestador lleno de mensajes. Patrick insistía con un tono de entusiasmo calculado: “Tenemos que planificar la agenda, Elena. La prensa americana quiere declaraciones. The Guardian está preparando un perfil extenso, y el Whitney espera confirmación antes de la próxima semana. Esto es histórico”. Ella escuchaba sin tomar notas. Su relación con el éxito había adquirido una distancia prudente, casi irónica. Comprendía que el ruido mediático era parte del juego, pero se resistía a dejar que eso dictara su respiración. Al terminar de oír los mensajes, desenchufó el teléfono. Por primera vez en años, la casa quedó completamente en silencio.
Durante esas noches largas, la soledad no le resultaba hostil. Había aprendido a habitarla como se habita un cuarto propio: con respeto, con cierta ceremonia. Preparaba té, ordenaba los pinceles, extendía los lienzos sobre el suelo y se sentaba frente a ellos sin expectativas. A veces no pintaba nada, solo los miraba, esperando que la imagen se formara sola, igual que el vapor en el vidrio. En esos instantes comprendía que el verdadero trabajo del artista no consistía en producir, sino en permanecer disponible. En sostener la mirada hasta que algo —una forma, una emoción, un temblor— decidiera revelarse.
En las paredes del estudio, las obras comenzaban a multiplicarse. Algunas eran apenas esbozos; otras ya respiraban con autonomía. En todas latía un tono común: una especie de transparencia melancólica, como si la materia misma de la pintura se hubiera vuelto aire. Cada color le dictaba un estado de ánimo: el azul la hacía pensar en la distancia, el amarillo en los silencios compartidos, el gris en la permanencia de las cosas que cambian. Una madrugada, mientras observaba el secado irregular de un lienzo, pensó que quizá toda su obra no era sino una tentativa de fijar la luz antes de que se apague. De retener el instante en que algo se vuelve visible por última vez.
El cuerpo comenzó a reclamarle descanso. La fatiga se manifestaba en los hombros, en la nuca, en los dedos manchados de pigmento seco. Aun así, se negaba a detenerse: sentía que si dejaba de pintar, algo se rompería dentro. Cuando el amanecer llegaba, con su resplandor pálido sobre las fachadas, Elena se sentaba en el suelo y observaba el estudio de la misma manera que si no le perteneciera. Había en esa mirada algo de gratitud y de vértigo, como si contemplara el escenario de una transformación aún inconclusa.
El domingo siguiente, salió al mercado de Portobello. Hacía semanas que no caminaba entre la gente. El bullicio la recibió como una música inesperada: voces mezcladas, olor a pan recién horneado, guitarras callejeras desafinadas. Compró flores secas y una libreta nueva. En el café habitual, el camarero la reconoció y comentó algo sobre la exposición; ella sonrió con amabilidad distraída. Mientras esperaba su café, abrió la libreta y escribió una sola frase: “Toda creación es una forma de espera”. Luego la cerró, como quien guarda una semilla.