Bajo las luces de Londres

Capítulo XX - Los días que arden despacio

Capítulo XX - Los días que arden despacio

I. El rumor del éxito

El teléfono sonó a media mañana, cuando la luz oblicua del invierno se derramaba sobre el suelo del estudio como una marea dorada. Elena, que acababa de enjuagar los pinceles, se sobresaltó al reconocer el número. Patrick no solía llamar a esas horas. Respondió con las manos aún húmedas de aguarrás, sin imaginar que aquella conversación marcaría un antes y un después en su vida.

—Elena, ¿estás sentada? —la voz de Patrick sonaba entrecortada, impaciente—. Acabo de colgar con la galería. No dan abasto. —¿Qué ha pasado? —Que tus cuadros se están vendiendo como pan caliente. Más del setenta por ciento y eso en menos de tres semanas.

Elena no dijo nada. La palabra vendiendo resonó en su cabeza como una piedra cayendo al agua. Se apoyó en la mesa para no dejar caer el teléfono. —¿El setenta por ciento? —repitió con incredulidad. —¡Y subiendo! Están pidiendo más obras. Los críticos hablan de ti como la revelación del año. Dicen que has conseguido volver visible lo invisible.

Ella sonrió apenas, con esa mezcla de pudor y desconcierto que le provocaban los halagos. Desde la ventana vio cómo un grupo de palomas levantaba el vuelo, dispersándose sobre los tejados de Chelsea. Londres seguía su curso, ajeno a la euforia de Patrick y a la extrañeza que le oprimía el pecho.

—¿Y qué dicen exactamente? —preguntó por cortesía. —Que tu serie Cuerpos de luz ha devuelto la fe a los que creían que la pintura había muerto. Que hay algo espiritual en tus transparencias.

Elena giró el rostro hacia los lienzos apoyados contra la pared. Los contempló como si pertenecieran a otra persona. Había pasado tantas horas frente a ellos, buscando la forma justa del silencio, que le resultaba inconcebible que ahora alguien pagara por llevárselos. —Supongo que debería alegrarme —dijo con voz baja. —¿Deberías? ¡Tendrías que brindar, bailar, celebrar! —Patrick reía, exaltado—. Esto no ocurre todos los días.

Ella dejó que su entusiasmo se apagara solo. Le agradeció las noticias, escuchó las previsiones de nuevos encargos y las posibles fechas para una exposición en Nueva York. Todo le sonaba remoto, casi ajeno. Al colgar, el estudio volvió a llenarse del zumbido leve del silencio.

Elena se quedó un momento inmóvil, contemplando sus manos. Tenía las uñas manchadas de pigmento azul, la piel reseca. Le vino a la mente la imagen de su madre, doblando la ropa en una casa blanca junto al mar. “El éxito —recordó que le decía— no se nota en los aplausos, sino en el modo en que sigues trabajando después de ellos”.

Cogió la bufanda y salió a la calle. El aire olía a lluvia inminente. Caminó sin rumbo. Se dejaba arrastrar por el rumor de la ciudad. El Támesis relucía como una lámina de estaño bajo la claridad indecisa. Cada paso le ayudaba a recuperar una forma de realidad que el teléfono había interrumpido.

En una cafetería junto al puente, pidió un té y sacó su cuaderno de notas. Escribió: “La fama es solo otro espejo; hay que atravesarlo para seguir viendo”. Cerró la libreta enseguida, como si le avergonzara su propia lucidez.

Volvió a casa al atardecer. John estaba en la cocina, preparando café. La calidez del aroma le devolvió una sensación doméstica, tangible. —Patrick ha llamado —anunció, colgando la bufanda. —¿Buenas noticias? —Depende de cómo se mire. Dice que casi todo se ha vendido. —Eso suena a triunfo. —O a vértigo —respondió ella.

John la observó mientras vertía el espresso en los tazones. Tenía en su rostro una expresión de serenidad que a ella le resultaba nueva, casi desconocida. Desde su regreso, él se había instalado en una calma que no tenía nada de pasiva: era la quietud de quien ha visto y aprendido a elegir de sobra lo esencial.

—Tú y yo sabemos que la fortuna no es más que una forma de ruido —afirmó él—. Pero hay ruidos que merecen la pena.

Ella sonrió, aceptando la taza. —Quizá. Aunque lo que más me gusta de todo esto es poder contártelo.

Se sentaron uno frente al otro, con el murmullo de la lluvia como fondo. Había algo en esa escena —dos tazas, una ventana empañada, los rayos de sol oblicuos cayendo sobre el suelo— que contenía una paz que ambos reconocían. —¿Recuerdas aquella vez en Madrid, cuando dijiste que nadie debería pintar para ser comprendido? —preguntó ella. —Lo recuerdo. —Creo que por fin lo entiendo.

John se recostó en la silla. —Te lo dije porque tú siempre buscabas la mirada del otro y ahora que te miran todos, descubres que no importa tanto.

Elena asintió. Era verdad. Cuanto más visible se hacía su obra, más necesidad sentía de desaparecer. Tenía algo paradójico en esa exposición: la mostraba, sí, pero también la alejaba de sí misma.

—Patrick quiere organizar una retrospectiva —aseguró tras un silencio. —¿Y tú? —No sé. Retrospectiva suena a punto final, y yo apenas empiezo a entender lo que hago.

John la observó largo rato, con esa atención suya que nunca era invasiva. —Entonces no la hagas —respondió con calma—. Nadie te obliga a convertir la vida en una vitrina.

Esa frase la acompañó el resto de la noche. Mientras lavaba los pinceles, apagaba las luces del estudio, y escuchaba la respiración de John a su lado. Pensó en lo sencillo que era confundir reconocimiento con sentido, visibilidad con certeza.

Al día siguiente, Patrick insistió con mensajes, correos, propuestas. Elena contestó a todos con cortesía, pero sin entusiasmo. Le escribió: “Necesito tiempo para atender lo que estoy haciendo”. Patrick respondió con un emoji de exasperación.

Esa mañana, decidió no ir al estudio. En lugar de eso, tomó el metro a Hampstead Heath. Caminó por el parque hasta alcanzar la colina desde donde podía verse toda la ciudad. El viento le golpeaba el rostro, frío y limpio. De allí, Londres parecía un animal dormido: vasto, silencioso, lleno de secretos.

Encendió un cigarrillo, aunque hacía meses que no fumaba. El humo subió lento, deshaciéndose en el aire. En ese momento comprendió que la verdadera conquista no estaba en las ventas ni en las críticas, sino en haber aprendido a permanecer fiel a la mirada.




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