Bajo las luces de Londres

Capítulo XXI - La claridad de Bruselas

Capítulo XXI – La claridad de Bruselas

I. La víspera del viaje

El amanecer se filtró por las cortinas como un susurro indeciso, dudando antes de instalarse en el dormitorio. La luz acariciaba la madera de la mesilla, los pliegues de la sábana, el perfil de Elena. John llevaba tiempo despierto, observando el compás tranquilo de su respiración. Cada exhalación era un recordatorio silencioso de todo lo que habían atravesado para alcanzar la calma que ahora los envolvía. Cerró los ojos un instante, dejando que ese pensamiento lo anclara. Afuera, Londres permanecía en un sueño inacabado.

Quiso decírselo la noche anterior, pronunciar las palabras que rondaban en su pecho: “Quiero que vengas conmigo a Bruselas”. Pero algo lo detuvo. Se llevó la mano a la nuca, un gesto que solo hacía cuando la duda lo asaltaba, temiendo alterar la tranquilidad que tanto les había costado, quebrar el equilibrio con un sí o un no que resonara más allá de su intención.

A las ocho en punto, se levantó con la ligereza de un ritual. Preparó café mientras la casa permanecía sumida en un mutismo reverente. Al regresar con las tazas, encontró a Elena moviéndose entre las sábanas, su cabello cayendo en mechones sueltos sobre la almohada, los ojos aún empañados por el sueño.

—¿Desde cuándo madrugas tanto? —preguntó, arrastrando la voz como quien aún se aferra a los restos de la noche. —Desde que hay algo que no quiero posponer —respondió él—. Le ofreció la taza con cuidado, como si el gesto tuviera mayor relevancia que el café mismo.

Elena ladeó la cabeza, levantando apenas una ceja, en silencio: —¿Qué cosa?

John respiró hondo, midiendo el peso de sus palabras. —Quiero que vengas conmigo a Bruselas.

El parpadeo de Elena bastó para leer la sorpresa, la curiosidad y un fugaz resquicio de duda. Desvió la mirada hacia la ventana, buscando allí la respuesta. —¿Contigo? —susurró, temiendo romper la magia de la mañana. —Sí. La ceremonia es en tres días. Si vas conmigo, todo será distinto.

Hubo una breve pausa, densa y llena de significado. Elena tenía la costumbre de escuchar primero su propia certeza antes de expresarla. Una sonrisa, lenta y serena, se dibujó finalmente en su rostro. —Claro que quiero —dijo con convicción—. ¿Cómo podría negarme?

John soltó una risa contenida, seguida de un suspiro de alivio más que de un sonido audible. Temía un “ya veremos”, ese margen de prudencia que tantas veces lo desconcertaba, pero esta vez la respuesta llegó como un rayo de claridad, bañando la habitación con mayor intensidad que la luz que entraba por las ventanas.

El aroma del café flotaba todavía en el aire, y el día comenzaba con la ligereza de quienes ya han dicho lo esencial.

El resto de la jornada transcurrió entre maletas, itinerarios y correos, envuelto en una expectación tranquila. Elena doblaba la ropa con la precisión de alguien que convierte el cuidado en un acto de amor; John repasaba horarios y verificaba vuelos con la atención de aquel que sabe que los pequeños detalles pueden transformar la experiencia. Los gestos —cerrar una cremallera, acomodar un pañuelo— parecían formar parte de una ceremonia aplacada, la preparación de algo que prometía ser más que un viaje: la prolongación de su intimidad compartida.

—No olvides el cuaderno —le recordó ella mientras cerraba la maleta. —¿Cuál? —preguntó él, fingiendo desinterés. —El negro, el de Ucrania —comentó Elena, sosteniéndolo un instante como si pudiera infundirle confianza—. Es el que te recuerda por qué mereces esto.

John asintió en silencio. A veces, la joven artista condensaba en una frase lo que él tardaba páginas enteras en expresar.

Una quietud final llenó la casa, en forma de cierre discreto. Salieron del piso a media tarde. Londres olía a metal húmedo y tierra mojada, y el cielo plomizo prometía lluvia. El taxi arrancó con un leve tirón, abriendo la escena al movimiento. La ciudad comenzó a deslizarse por las ventanillas, familiar y ajena al mismo tiempo.

Hacia Heathrow, la calma reinaba casi absoluto. Solo de vez en cuando la rompían palabras dispersas, flotando entre ellos: —¿Tienes miedo de volar? —preguntó él con una curiosidad ligera. —De caer, sí. Pero no de volar —contestó ella con una sonrisa—. Prefiero mirar por la ventana y pensar que todo sigue en su sitio. —A mí me pasa al revés. —¿Cómo? —Cuando despego, siento que el mundo se recoloca.

Ella lo miró con ternura, entendiendo la metáfora: desde que estaban juntos, incluso el caos encontraba sentido.

El aeropuerto los recibió con su rumor constante: maletas rodando, anuncios por altavoces, perfumes flotando desde los duty free. Elena se detuvo un instante a observar la multitud: parejas despidiéndose, niños arrastrando peluches, ejecutivos absortos en sus pantallas. Avanzaron entre la gente, equipaje en mano.

—Tantas vidas cruzándose… y nadie se detiene a mirar —murmuró la artista. —Quizá por eso me gustan los aeropuertos: la promesa de otra historia —respondió John. —¿Incluso si la anterior fue buena? —Precisamente por eso.

El tiempo se les escurría entre pasos y pantallas. Cuando anunciaron el embarque, él le ofreció el abrigo. Elena lo aceptó con un gesto que lo dijo todo, y el aire de la pasarela mezclaba queroseno y lluvia. Respiraron hondo al cruzar, y dentro del avión buscaron sus asientos junto a la ventanilla. John colocó sus pertenencias y, al volver, la encontró observando el ala con atención casi infantil.

—Cuando despeguemos, el cielo será como una página en blanco —dijo la joven. —Entonces escribamos algo juntos —susurró él, entrelazando sus dedos con los de ella.

La aeronave comenzó a ascender. Londres quedó atrás, reducido a un mapa de luces difusas. Con cada metro que los separaba de la ciudad, su pareja comprendió algo esencial: quizá eso era el amor, reconocer en otro la calma que uno mismo había perdido.

El motor rugió con suavidad. El viento aleteó contra el fuselaje. Permanecieron en silencio, compartiendo la certeza de que un viaje puede ser mucho más que un destino geográfico: la prolongación de lo que de verdad importa, la vida que construyen juntos, con delicadeza, paciencia y complicidad.




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