Bajo las luces de Londres

Capítulo XXV - La distancia necesaria

CAPÍTULO XXV— La distancia necesaria

I – La decisión y el estudio de Patrick

Londres amanecía con un brillo de cristal empañado, como si incluso la luz dudara antes de atravesar las ventanas. Elena pensó que las decisiones importantes tenían ese mismo reflejo indeciso. Una claridad a punto de revelarse, todavía suspendida. ¿Y si lo que dejaba aquí no volvía a ser suyo al regresar?

La conversación de la noche anterior con John —esa mezcla de ternura y miedo que ninguno quiso nombrar— vibraba todavía en su pecho, suave pero constante. Ir a Nueva York. Dar el salto. Atreverse por fin.

A media mañana salió del piso. Tenía el pelo recogido de manera despreocupada y la bufanda ligera. Sentía la electricidad fina que aparece cuando la vida presiona desde dentro. El aire frío le rozó la nuca; caminaba rápido, como si temiera que la determinación pudiera disiparse con un solo titubeo. El vestíbulo del edificio acristalado olía a metal tibio y café recién molido. Las luces frías recortaban sombras precisas, casi quirúrgicas.

El estudio de Patrick, en el ala lateral, siempre olía a madera barnizada, café fuerte y a ideas en germinación. Desde el vestíbulo se apreciaba la pasarela suspendida sobre el canal y, al fondo, la sala principal. Paneles luminosos con rostros captados al vuelo. Manos en tensión, coreografías urbanas detenidas en pleno impulso. El lugar parecía respirar con cadencia propia.

Patrick la vio entrar y dejó lo que hacía con una rapidez que delataba más impaciencia de la que pretendía. Sudadera gris, cabello revuelto, taza en mano. Giró un lápiz entre los dedos, viejo tic de quien se preocupa demasiado.

—Vaya —dijo con una sonrisa que no llegó del todo a los ojos—. Tienes esa cara de “he tomado una decisión importante” que sacas dos veces al año.

Elena dejó el bolso sobre la mesa auxiliar; el cuero crujió, aún frío por la calle.

—La tengo porque la he tomado —respondió, sin sentarse—. Necesito que hablemos del estudio de Nueva York.

Patrick no se movió, pero la línea de la mandíbula se tensó un instante. Dejó la taza en la repisa con un golpe deliberado.

—Lo imaginé —dijo, pasando la mano por la nuca—. ¿Y? ¿Vas?

—Sí.

Él no dudó.

—Entiendo —murmuró—. Solo quiero asegurarme de que lo haces por ti. No por… nada más.

Lo no dicho flotó entre ellos. Patrick ladeó la cabeza, sorprendido por la firmeza de Elena.

—¿Así, sin más?

—Sin más, no —respondió ella, sosteniendo la mirada—. Lo he pensado. Lo hemos reflexionado. John y yo.

El nombre dejó un filo exacto en el aire. Patrick parpadeó apenas, un microgesto que se convirtió en sonrisa tenue.

—Entonces es definitivo.

Elena asintió. Un calor firme le brotó en el estómago, como si las palabras hubieran ensamblado por fin una estructura interna.

Patrick la indicó que lo siguiera. Caminaba rápido, casi demasiado, la energía desbordándolo. Sus dedos se tensaron alrededor del bolígrafo antes de hablar.

—Mira —dijo, encendiendo una pantalla adicional—. Están reorganizando la plantilla allí. Quieren a alguien que trabaje fotografía y narrativa visual híbrida. Tus piezas les sirven. Tus ensayos visuales también. La chica que iba a ocupar el puesto se echó atrás por un asunto familiar… así que te están esperando.

—¿Esperándome? —repitió Elena.

—Sí —respondió él, con delicadeza directa—. Pero si dices que sí ahora, tengo que confirmarlo esta misma semana.

Se inclinó hacia la pantalla. Sus propias fotografías —la serie urbana en blanco y negro, el retrato en movimiento de la bailarina, la composición de luces reflejadas— aparecían allí. Le latió la garganta. Dudó un segundo; no por el viaje, sino por sí misma. ¿Era la misma mujer que había decidido irse la que ahora miraba esas imágenes?

—Siempre las ves mejor de lo que yo las veo —susurró.

—No —dijo Patrick, bajando la voz—. Las veo con la distancia que tú no tienes. Y esa distancia… te la va a dar Nueva York.

Un pinchazo de vulnerabilidad la atravesó. Parte de ella quería huir hacia adelante, romper la inercia tibia donde las cosas avanzaban sin despegar del todo.

—No quiero que suene a escapatoria.

—No lo es —respondió él, apoyándose en la mesa—. Lo sería si no supieras por qué vas. Pero lo sabes —le sostuvo la mirada—. No tienes que justificártelo conmigo.

Elena sintió un calor que no supo si atribuir al momento o a la claridad del estudio.

—Gracias. Así que… ¿lo confirmas?

—Lo confirmo —dijo Patrick, tomando el móvil—. Pero prométeme algo.

—¿Qué?

—Que no vas a minimizar lo que vales cuando llegues allí —su sonrisa tenía un matiz de urgencia—. Y que no vas a perderte. Nueva York puede engullirte si no vas firme.

Elena inhaló. El olor del café y de la madera se mezclaba con una humedad metálica del pasillo.

—No me perderé —dijo—. Llevaré brújula.

Patrick alzó una ceja.

—¿Él está bien con esto? —preguntó, sin dureza.

—Sí —respondió ella, segura.

El silencio que siguió fue breve, denso como un acorde suspendido. Patrick asintió.

—Entonces está bien.

No se movió enseguida. Colocó el bolígrafo sobre la mesa con más cuidado del necesario, evitando mirarla del todo. Elena percibió esa vibración contenida —orgullo, nostalgia, una pérdida mínima— y decidió no empujar el momento.

Mientras enviaba el mensaje de confirmación, Elena apoyó la mano en el borde de vidrio frío. El vértigo era real. El instante en que el futuro deja de ser posibilidad y se convierte en ruta. Recordó fugazmente la frente de John contra la suya la noche anterior. Un gesto mínimo que ahora se sentía como ancla. El mareo emocional no venía de Nueva York sino de lo que dejaba atrás.

Patrick volvió a mirarla:

—Cuando lo anuncien, prepararemos tu transición: proyectos, créditos, coordinación con el equipo de allí…

—Lo sé —dijo ella—. Estoy lista.




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