El sol caía sobre la Costa del Sol con esa intensidad que parece borrar los bordes del mundo.
Desde la ventanilla del coche, Isabella de la Vega observaba los campos de olivos y los destellos dorados del mar a lo lejos. Después de cinco años en Madrid, volver a Marbella era como abrir un libro que había prometido no leer jamás.
—Bienvenida a casa, señorita —dijo el chófer mientras el vehículo se deslizaba por el camino bordeado de buganvillas.
Isabella sonrió con cortesía, aunque su pecho se sentía apretado. La palabra casa ya no le resultaba familiar.
La finca familiar, “El Encinar de los Vientos”, se alzaba imponente sobre una colina, rodeada de viñedos y jardines cuidados hasta el detalle. Las columnas blancas y los ventanales abiertos reflejaban una elegancia heredada de generaciones, pero bajo aquella belleza había algo que ella siempre había percibido: un silencio incómodo.
Cuando el coche se detuvo frente a la entrada, una figura salió al encuentro.
—Isabella —dijo Doña Elena, su madre, con una sonrisa medida. El tiempo no la había cambiado: impecable, serena, con ese perfume caro que siempre olía a poder.
Isabella bajó del coche, la brisa marina le revolvió el cabello.
—Mamá.
Se abrazaron, un gesto breve, formal, más protocolo que afecto.
—Tu padre está en la bodega —anunció Elena mientras caminaban hacia la puerta—. Ya sabes cómo es, los negocios no esperan ni en domingo.
—Sigue igual, entonces.
—Los hombres como él no cambian, hija. Aprenden a parecer diferentes, pero siguen gobernando como siempre.
Dentro de la casa, el aire olía a cera y a madera antigua. Cada rincón evocaba su infancia: los retratos en el pasillo, las risas ahogadas de fiestas pasadas, las discusiones que siempre terminaban a puerta cerrada.
Isabella dejó su bolso sobre la mesa del vestíbulo y miró alrededor. Todo estaba igual… y sin embargo, algo se sentía distinto.
—¿Y Lucía? —preguntó.
—En Madrid. Dice que vendrá para la gala del mes que viene. —La voz de Elena sonó neutra, aunque Isabella detectó una ligera sombra—. Ya sabes cómo es, siempre buscando atención.
Isabella sonrió. Lucía Herrera había sido su confidente, su aliada en tiempos en que ser “una De la Vega” era más una obligación que un privilegio.
—He preparado tu habitación —añadió su madre—. Supuse que querrías descansar después del viaje.
—Gracias, mamá.
—Ah, y una cosa más —Elena se detuvo antes de subir las escaleras—. Tu padre contrató a un restaurador para la finca. Llega mañana.
—¿Restaurador?
—Sí, para los viñedos y la antigua capilla. Un hombre muy recomendado. Se apellida Moreno, creo.
Isabella arqueó una ceja.
—¿Y desde cuándo papá confía en extraños para tocar sus dominios?
—Desde que quiere impresionar a los inversores franceses —respondió Elena con ironía—. Ya sabes cómo es: todo debe brillar, aunque esté podrido por dentro.
Subió a su habitación. Desde el balcón, el horizonte se extendía hasta donde el mar besaba las montañas.
Cerró los ojos un momento. Podía oír las cigarras, sentir el aire cálido, el murmullo de los viñedos.
Allí, bajo ese cielo dorado, su vida había empezado… y también había terminado, una y otra vez.
Don Alejandro de la Vega apareció en la puerta sin anunciarse.
—Así que decidiste volver.
Isabella giró. La voz de su padre siempre sonaba igual: autoritaria, cortante, un recordatorio de quién tenía el control.
—Solo por el verano —respondió—. Nada más.
—Eso lo dices ahora. Marbella tiene una forma curiosa de retener a los que intentan huir.
—No todos vuelven por nostalgia, papá.
—No. Algunos vuelven porque se les acaba el dinero.
Isabella apretó los puños.
—Mi trabajo en Madrid es estable. No he venido por eso.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque sigo siendo tu hija, aunque te cueste aceptarlo.
Don Alejandro la observó con una sonrisa casi imperceptible.
—Eres demasiado parecida a mí, Isabella. Por eso chocamos.
—No, padre. —Ella sostuvo su mirada—. Chocamos porque yo aún creo en el amor, y tú solo crees en los negocios.
El silencio se estiró.
Finalmente, él se marchó sin responder.
Isabella se dejó caer sobre el sillón junto al balcón.
El mar seguía brillando, indiferente a las tormentas humanas.
Al día siguiente, muy temprano, escuchó voces en el jardín.
Se asomó y lo vio por primera vez.
Gabriel Moreno.
El restaurador.
Estaba revisando las columnas de piedra junto a los viñedos. Alto, de hombros anchos, el cabello oscuro despeinado por el viento. Llevaba una camisa blanca remangada, las manos cubiertas de polvo de cal.
Hablaba con los trabajadores con respeto, sin arrogancia, algo que en esa finca era casi un milagro.
Isabella lo observó con curiosidad.
No sabía aún que aquel desconocido traería consigo la mayor grieta en el legado De la Vega.
El primer viento de verano sopló desde el mar, levantando el perfume del vino joven y las flores.
Isabella cerró los ojos.
Algo en el aire le decía que nada volvería a ser igual.