El sonido del martillo resonaba a lo lejos, rítmico y constante, mezclándose con el canto de las cigarras.
Isabella descendió por el sendero de piedra que conducía a los viñedos. El sol aún no había alcanzado su punto más alto, pero el calor ya era espeso, perfumado por la mezcla de lavanda, tierra húmeda y vino joven.
A cada paso, podía oír las voces de los trabajadores, los murmullos de los capataces, el rumor familiar de la finca que nunca descansaba.
Y entre esos sonidos, uno nuevo: una voz masculina, firme, con acento castellano suave, dando instrucciones.
—Tened cuidado con esas piezas, son del siglo XIX —decía—. Si se rompen, no hay manera de reemplazarlas.
Isabella se detuvo a unos metros. El hombre de la voz —Gabriel Moreno— se inclinaba sobre una columna antigua, midiendo las grietas con paciencia y precisión.
Vestía con sencillez: camisa blanca, pantalones beige, botas gastadas. Pero había algo en su postura, en la calma con que se movía, que delataba experiencia… y carácter.
—¿Eres el nuevo restaurador? —preguntó Isabella, cruzando los brazos.
Gabriel levantó la mirada.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse.
Sus ojos, de un color ámbar claro, la observaron con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Luego sonrió apenas.
—Eso dicen. ¿Y tú quién eres?
—La hija del dueño —respondió ella con tono seco.
—Ah —asintió él, sin apartar la vista—. Entonces supongo que tú eres quien me dirá qué puedo tocar y qué no.
—Depende de si sabes lo que haces.
—Lo sé —replicó él con calma—. Lo llevo haciendo más años de los que parezco tener.
Isabella lo observó en silencio. Había algo en su voz, una seguridad sin arrogancia. No era el típico hombre que se doblegaba ante los De la Vega, y eso la desconcertó… y le gustó.
—Mi padre te contrató para restaurar la capilla —dijo finalmente.
—Y los muros del viñedo, sí. Están más dañados de lo que creí.
—Tendrás lo que necesites.
—Lo dudo —contestó él, y su sonrisa fue leve pero sincera—. En lugares como este, la gente siempre promete mucho y escucha poco.
Isabella arqueó una ceja.
—¿Y tú escuchas?
—Más de lo que hablo.
—Entonces sobrevivirás aquí.
Por primera vez en mucho tiempo, Isabella rió de verdad.
La risa la tomó por sorpresa, y a Gabriel también. Durante un instante, el trabajo, el calor, las jerarquías… todo pareció desvanecerse.
—No te esperaba tan temprano —dijo él después, bajando la voz.
—Ni yo esperaba encontrarme contigo.
—Entonces estamos en paz.
El silencio que siguió no fue incómodo.
A lo lejos, el mar brillaba como una promesa, y los trabajadores se movían entre las hileras de uvas sin prestarles atención.
—¿Siempre has vivido aquí? —preguntó él.
—No. Madrid, los últimos cinco años.
—¿Y por qué volver?
—Porque algunos lugares no te dejan ir del todo.
Gabriel la miró con algo parecido a comprensión.
—O porque aún hay cosas que necesitas arreglar —dijo.
Isabella lo observó.
—¿Eres restaurador de piedra o de almas, señor Moreno?
—Depende de cuál se rompa primero.
Isabella sonrió.
—Creo que mi familia necesitará mucho más que andamios y cemento.
—Lo imaginaba.
En ese momento, uno de los trabajadores gritó desde la colina. Gabriel levantó la mano para responder.
—Disculpa —dijo, girándose hacia ella—. El muro norte se está hundiendo.
—¿Quieres ayuda?
Él la miró, divertido.
—¿De una De la Vega?
—De una mujer con dos manos.
Gabriel dudó, luego asintió.
—De acuerdo. Pero te advierto que esto mancha.
—Lo soporto.
Subieron juntos hacia la zona del muro. Isabella se arremangó la blusa de lino y se ensució las manos sin quejarse.
Gabriel la observó de reojo, sorprendido. Pocos en aquella familia se atrevían a tocar el polvo.
—No pareces una De la Vega —dijo.
—Quizás no lo soy tanto como creen.
—Entonces tenemos eso en común. Yo tampoco soy lo que esperan de mí.
Por un momento, se quedaron mirándose, sin decir nada.
La brisa movió el cabello de Isabella, y Gabriel, instintivamente, apartó una hebra que caía sobre su rostro.
No hubo palabras. Solo ese gesto breve, lleno de algo nuevo.
Cuando sus miradas se cruzaron otra vez, ambos supieron que algo había cambiado.
Algo pequeño, invisible, pero poderoso.
Al caer la tarde, Isabella volvió a la casa con las manos cubiertas de polvo y el corazón extrañamente ligero.
Su madre la esperaba en el salón, revisando papeles de la próxima gala.
—Pareces feliz —comentó Elena, sin levantar la vista.
—Solo cansada —respondió Isabella.
—Cuidado, hija. Aquí la felicidad tiene precio.
Isabella sonrió con ironía.
—Lo sé, mamá. Lo aprendí de los mejores.
Subió a su habitación. Desde la ventana, vio a Gabriel aún en los viñedos, trabajando hasta el último rayo de sol.
No sabía por qué no podía dejar de mirarlo.
Tal vez porque, por primera vez en años, algo —o alguien— en esa finca parecía verdadero.