En Marbella, el verano era más que una estación: era un espectáculo.
Cada año, los De la Vega organizaban la Gala del Solsticio, una tradición que se remontaba a los tiempos de su bisabuelo. Empresarios, políticos, artistas y curiosos se reunían bajo las luces doradas del jardín principal de la finca, donde el vino corría como agua y las sonrisas se fabricaban con precisión.
Isabella había jurado no volver a asistir.
Pero esa noche estaba allí, con un vestido marfil que caía como seda líquida sobre su piel. Su madre había insistido en que su presencia era “necesaria para mantener las apariencias”.
—Tu padre quiere verte en la foto familiar —le dijo Elena mientras ajustaba un broche en su hombro—. Y sonríe, por favor. Las cámaras estarán en todas partes.
—Como siempre —murmuró Isabella, mirando su reflejo en el espejo—. Somos la familia perfecta.
—O al menos la que todos quieren ver.
Al caer la tarde, la finca se llenó de risas, copas tintineantes y música en vivo. Las luces colgantes iluminaban el jardín, donde los invitados se mezclaban entre columnas de mármol y fuentes adornadas con flores.
Isabella descendió las escaleras lentamente, observando el espectáculo de poder que su padre había construido con tanta precisión.
A un lado, inversores franceses brindaban con champán. Al otro, políticos locales fingían interés por los nuevos proyectos del Grupo De la Vega.
Y entre toda aquella elegancia artificial… estaba Gabriel Moreno.
Lo vio junto al muro restaurado, hablando con uno de los arquitectos. Vestía un traje oscuro, sin corbata, el cabello rebelde cayendo sobre la frente. En medio de aquella multitud, desentonaba.
Pero eso lo hacía aún más visible.
Isabella no sabía si su corazón la traicionó, pero lo sintió: ese pequeño impulso que la llevó hacia él.
—No deberías estar aquí —dijo Gabriel en voz baja cuando ella se acercó.
—Tampoco tú.
—Me invitaron. Tu padre parece interesado en presumir que contrata al mejor restaurador del sur.
—Ah, así que también formas parte del decorado.
—Solo por esta noche.
Isabella rió, una risa suave, contenida.
—No encajas aquí —dijo ella.
—Ni tú.
La respuesta la dejó sin palabras.
Por un instante, ambos se miraron en silencio, como si el ruido del jardín hubiera desaparecido.
—¿Bailas? —preguntó él, rompiendo el aire cargado entre los dos.
Isabella parpadeó, sorprendida.
—¿Aquí? Delante de toda esta gente que se alimenta de rumores?
—Precisamente aquí.
Gabriel extendió una mano.
Isabella dudó… y luego la tomó.
La orquesta comenzó a tocar un bolero antiguo. Las luces se suavizaron, y bajo el resplandor de las guirnaldas doradas, Isabella y Gabriel comenzaron a moverse al compás lento de la música.
Al principio fue solo un baile.
Pero cada paso, cada roce, cada respiración compartida se convertía en algo más.
Gabriel no la tocaba más de lo necesario, pero la forma en que su mano rozaba la suya, la manera en que la miraba —con respeto y deseo—, la dejaba sin aliento.
—Van a hablar —susurró Isabella.
—De ti ya hablan —contestó él con una sonrisa apenas visible—. Déjalos.
Ella levantó la mirada, y por primera vez en años, no pensó en el apellido que cargaba.
Solo en él.
Cuando la música terminó, Gabriel soltó su mano con suavidad.
—Gracias por el baile, señorita De la Vega.
—Isabella —corrigió ella.
—Isabella —repitió él, despacio, como si probara el nombre en su boca.
Su padre apareció en ese instante, impecable en su traje blanco, el gesto frío.
—Así que aquí estás —dijo Don Alejandro, sin disimular la incomodidad de verla junto a un empleado—.
Gabriel se irguió con respeto.
—Buenas noches, señor De la Vega.
—Moreno, ¿no? —respondió Alejandro, midiendo sus palabras—. Mi gente dice que el trabajo avanza. Espero que también recuerde quién firma los cheques.
—Siempre lo tengo presente.
—Bien. —El hombre lo miró de arriba abajo—. Disfrute de la fiesta… mientras pueda.
Isabella contuvo la respiración.
Gabriel no respondió. Solo asintió con serenidad y se retiró.
—Padre, por favor… —empezó ella, pero Alejandro la interrumpió.
—No vuelvas a dar motivos para que hablen, hija. Ya sabes lo que pasa cuando los De la Vega se mezclan con la gente equivocada.
—¿Gente equivocada? —repitió Isabella, con una mezcla de rabia y tristeza—. A veces creo que te equivocas tú, papá, y no te das cuenta.
Él la miró con una dureza helada.
—Cuida tus palabras.
—Y tú, tus prejuicios.
Isabella se apartó y caminó hacia los jardines.
El aire fresco le rozó el rostro. Las luces del evento quedaban atrás, y el sonido de la música se apagaba entre los olivos.
A lo lejos, vio a Gabriel apoyado en una barandilla de piedra, mirando el mar.
—Tu padre me odia —dijo él sin mirarla cuando ella se acercó.
—Odia lo que no puede controlar.
—Entonces me temo que no tengo salvación.
—Quizás no la buscas.
Él la miró, y por un instante el mundo se detuvo otra vez.
—No la busco —admitió—. Pero desde que llegué a esta finca… no puedo dejar de pensar en ti.
Isabella sintió que su corazón se aceleraba.
—Esto no puede terminar bien —murmuró.
—Tal vez no —respondió él—. Pero vale la pena empezar.
El silencio que siguió lo dijo todo.
En el horizonte, el mar brillaba bajo la luna. Y aunque los muros de la finca seguían en pie, algo invisible en ellos comenzaba a resquebrajarse.
Isabella levantó la vista al cielo.
—Bajo los cielos de Marbella —susurró.
—Bajo los mismos cielos —repitió Gabriel—, donde todo puede cambiar.