El verano en Marbella tiene una manera particular de detener el tiempo.
A media tarde, cuando el sol comienza a descender y la luz se vuelve dorada, los viñedos de la familia De la Vega parecen un mar en calma: olas de hojas verdes moviéndose al compás del viento.
Isabella solía odiar aquel lugar. Lo asociaba con la obligación, con la imagen de su padre exigiendo perfección incluso a la tierra. Pero ahora, mientras caminaba entre las hileras de vides, todo parecía distinto.
Desde que Gabriel Moreno había llegado, la finca respiraba de otro modo.
Lo vio a lo lejos, arrodillado junto a un muro de piedra, revisando una grieta con atención casi obsesiva. Tenía las mangas arremangadas, el cabello desordenado y el rostro iluminado por el sol del ocaso.
Isabella se detuvo unos segundos antes de acercarse. Le gustaba observarlo cuando no la veía: la manera en que movía las manos, firme y cuidadosa; el modo en que trataba cada piedra, como si cada una tuviera una historia que merecía ser escuchada.
—Vas a terminar restaurando todo el valle si sigues así —dijo, acercándose.
Gabriel levantó la cabeza. Sonrió.
—Alguien tiene que hacerlo. Estas paredes guardan más secretos que las personas que viven aquí.
—No lo dudo.
Isabella se agachó a su lado. El calor de la piedra le rozó los dedos.
—¿Sabías que este muro lo construyó mi bisabuelo después de la guerra? —preguntó ella.
—Lo imaginé —respondió Gabriel—. Las uniones son antiguas, pero sólidas. Como si estuvieran hechas para durar.
—Mi padre dice lo mismo de nuestra familia.
—¿Y tú le crees?
Isabella lo miró.
—No.
Hubo un silencio. Solo el canto de las cigarras y el murmullo del viento entre las hojas.
—¿Por qué sigues aquí, Gabriel? —preguntó ella de pronto—. Mi padre te trata como si fueras prescindible.
—Porque me pagan bien —dijo él, y luego bajó la voz—. Y porque algo me dice que debo quedarme.
—¿Algo o alguien?
Gabriel alzó la vista hacia ella.
—A veces no hay diferencia.
Isabella sintió cómo el aire se volvía más denso, más íntimo.
—No digas eso —murmuró.
—¿Por qué?
—Porque aquí las palabras tienen consecuencias.
—Y el silencio también.
Gabriel se levantó, quitándose el polvo de las manos.
—Tu padre tiene miedo. No de mí, ni del trabajo… sino de que empieces a ver el mundo sin su permiso.
—Lleva toda la vida intentando evitarlo.
—Entonces ya es hora de que lo consigas.
Isabella sonrió con tristeza.
—No es tan fácil escapar de un apellido, Gabriel.
—No necesitas escapar. Solo dejar de esconderte detrás de él.
Caminó hacia el centro del viñedo, donde el sol caía en líneas doradas entre las hojas. Isabella lo siguió.
—¿Sabes? —dijo él, sin mirarla—. Me recuerdas a mi madre.
—¿Por qué?
—Ella también era de una familia importante. Pero eligió algo más. Eligió vivir sin pedir permiso.
—¿Y lo consiguió?
—Pagó un precio alto, pero sí.
Isabella lo observó en silencio.
—¿Y tú? ¿También pagas precios altos por lo que eliges?
—Estoy empezando.
En ese momento, una ráfaga de viento movió las hojas, y el perfume del vino joven llenó el aire.
Isabella cerró los ojos. Por un instante, sintió paz.
Cuando los abrió, Gabriel la estaba mirando. No con deseo inmediato, sino con algo más profundo.
—No deberías mirarme así —dijo ella en voz baja.
—¿Y cómo te miro?
—Como si me conocieras.
—Quizá empiezo a hacerlo.
Isabella dio un paso atrás, pero no lo suficiente.
—Esto no puede ser, Gabriel.
—¿Qué cosa?
—Tú y yo.
—No estoy pidiendo nada.
—Eso es lo peligroso.
Gabriel rió, una risa corta, suave.
—Tienes miedo.
—Claro que tengo miedo.
—¿De mí?
—De mí misma.
Hubo un silencio largo.
El sol comenzaba a caer, tiñendo todo de cobre.
Gabriel dio un paso hacia ella.
—Isabella…
Ella lo detuvo con un gesto leve.
—No digas nada.
El viento sopló de nuevo, y durante un instante, el mundo pareció reducirse a ese espacio entre ellos: las vides, el olor a tierra, la luz que se apagaba lentamente.
—No sé qué tienes —dijo ella, casi en un susurro—. Pero desde que llegaste, todo parece… distinto.
—Quizá porque por fin alguien se atreve a mirar lo que hay detrás del lujo.
Isabella bajó la mirada.
—Mi padre nunca entendería esto.
—Entonces no lo entenderá —respondió Gabriel—. No vivimos para complacer a los demás.
Ella levantó la cabeza, y en ese instante, sus ojos se encontraron.
No hubo palabras.
Solo la certeza silenciosa de que algo había empezado.
Gabriel dio un paso más, tan cerca que Isabella pudo sentir el calor de su piel, el aroma a vino y piedra.
Su voz sonó baja, temblorosa:
—No prometas nada, Gabriel.
—Nunca lo hago.
Se quedaron así, tan cerca que bastaba un movimiento para romper el equilibrio.
Pero no lo hicieron.
Cuando el sol finalmente desapareció tras las montañas, los dos seguían allí, de pie entre las sombras violetas del viñedo.
Ninguno se atrevió a irse primero.
Porque ambos sabían que al hacerlo, el mundo que conocían empezaría a cambiar para siempre.