La finca “El Encinar de los Vientos” era más que una casa.
Era un imperio.
De día, su fachada blanca reflejaba el brillo del sol mediterráneo, pero de noche, bajo la luz tenue de los candelabros, el mármol parecía guardar susurros antiguos.
Isabella lo sabía desde niña: las paredes escuchaban.
Esa tarde, la lluvia caía sobre los ventanales del ala norte. En el salón principal, los cuadros de los antepasados la observaban con la misma severidad de siempre. Retratos de hombres con trajes de época y mujeres de mirada resignada.
Caminó entre ellos, con una copa de vino en la mano, y pensó que quizá todos estaban condenados a repetir el mismo papel: aparentar perfección mientras la verdad se pudría bajo el oro.
Desde la galería superior se oyeron pasos.
—Isabella —la voz de su madre descendió suave, como el eco de una campana—. Tu padre te espera en el despacho.
—¿Por qué?
—Dice que quiere hablarte del futuro.
—El futuro según él, supongo.
—El único que admite.
Isabella dejó la copa en una mesa y subió despacio las escaleras.
El pasillo olía a cera y humedad.
El despacho de su padre seguía igual que siempre: estanterías repletas de libros contables, una lámpara de cristal, y sobre el escritorio, el retrato de su abuelo —el verdadero fundador del imperio familiar.
Don Alejandro estaba de pie, mirando por la ventana.
—Has estado muy cerca de los trabajadores últimamente —dijo sin volverse.
—Supongo que me gusta entender cómo funciona lo que algún día podría heredar.
—¿Hereder? —repitió él con un tono entre risa y desprecio—. No todo se hereda, hija. Hay cosas que se conquistan.
—¿Y qué conquistaste tú?
—Todo esto —respondió, extendiendo una mano hacia el ventanal que daba a los viñedos—. Cada piedra, cada botella de vino, cada trato cerrado a medianoche.
—¿A qué precio?
Él la miró entonces. Sus ojos eran duros, grises, como el acero.
—Ese tipo de preguntas son peligrosas, Isabella.
—Solo si hay algo que esconder.
—Siempre hay algo que esconder —dijo él—. Así se sobrevive en este mundo.
Isabella lo observó en silencio.
—Quizá por eso me fui —dijo al fin—. No quería aprender a mentir como tú.
—Y sin embargo, has vuelto.
—Sí, pero ya no soy la misma.
El hombre suspiró.
—Escúchame, hija. Pronto habrá cambios. Estoy negociando con los franceses la venta de parte del viñedo. Es necesario.
—¿Vas a vender la herencia de la familia?
—Voy a salvarla.
Isabella lo miró, incrédula.
—Esa finca es la historia de los De la Vega.
—No. —Alejandro bajó la voz—. Es nuestra condena.
Antes de que pudiera responder, él dio media vuelta y salió del despacho, dejándola sola.
Isabella se quedó mirando los libros apilados sobre el escritorio. Entre ellos, un cuaderno de cuero oscuro, sin título. Lo abrió.
Las páginas estaban llenas de notas escritas a mano, fechas antiguas y nombres que reconocía vagamente:
“Marqués de Herrera – contrato de 1982.”
“Pago pendiente – tierras de Fuentevieja.”
Pero en las últimas hojas, algo llamó su atención.
“Moreno – adquisición parcial, 1990. Proyecto suspendido. Archivo cerrado.”
El apellido le heló la sangre.
Gabriel.
Siguió leyendo. El documento mencionaba un terreno, un litigio, y una firma: la de su padre.
“Propiedad reclamada por los Moreno. Expropiación bajo acuerdo silencioso.”
Isabella sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies.
Gabriel no lo sabía… o sí.
Cerró el cuaderno de golpe y lo guardó bajo su abrigo. El corazón le golpeaba el pecho.
Bajó al jardín cuando la lluvia cesó. El aire olía a tierra mojada. Lo buscó entre los viñedos, pero no estaba.
Finalmente lo encontró en la antigua capilla, observando los frescos del techo.
—No sabía que te gustaba trabajar de noche —dijo ella.
—No me gusta, pero hay cosas que solo se ven con esta luz —respondió él sin volverse.
—Como qué.
—Como las grietas que nadie nota de día.
Isabella lo observó.
—A veces pienso que hablas de algo más que de piedra.
—Quizá.
Él se volvió hacia ella, y sus miradas se encontraron.
—Parece que algo te preocupa —dijo.
—No.
—Mientes mal.
—Tú también.
Gabriel sonrió, pero había un cansancio oculto en sus ojos.
—Todos tenemos razones para quedarnos en silencio.
—Y secretos —añadió ella.
—Algunos pesan más que otros.
Isabella dudó. Podría preguntarle en ese momento. Podría decirle lo que había leído.
Pero no lo hizo.
—Si te dijera que mi familia te debe algo —preguntó ella, tanteando—, ¿qué pensarías?
Gabriel frunció el ceño.
—Dependería de lo que me deben.
—Una tierra. Un pasado.
—Los pasados no se devuelven, Isabella. Se cargan.
Ella sintió que una parte de la verdad estaba allí, al alcance de su mano. Pero todavía no podía tocarla.
—Mañana seguiré con el muro del norte —dijo él, cambiando de tema.
—Lo sé.
—Y tú deberías descansar.
—No puedo.
—Entonces quédate —dijo él, apenas un susurro.
Isabella lo miró fijamente.
—Si me quedo, empezaré a creer cosas que no debo.
—A veces creer es lo único que nos salva.
Ella dio un paso hacia atrás.
—Buenas noches, Gabriel.
—Buenas noches, Isabella.
Cuando salió de la capilla, el aire era frío y húmedo. La luna, medio oculta tras las nubes, bañaba los viñedos con una luz plateada.
Isabella apretó contra su pecho el cuaderno de cuero.
Sabía que no debía abrirlo otra vez.
Pero también sabía que lo haría.