El mes de agosto trajo consigo el calor más sofocante de todo el verano.
En Marbella, las noches eran un espectáculo de luces, risas y promesas vacías.
Pero ninguna superaba a la Gran Gala de los De la Vega, el evento que cada año reunía a las familias más poderosas del sur de España bajo los candelabros de cristal y los acordes de una orquesta impecable.
Isabella se observó frente al espejo de su habitación. El vestido color vino, ajustado en la cintura y con una caída elegante hasta el suelo, dejaba al descubierto su espalda.
Su madre, Doña Elena, se acercó detrás de ella, sosteniendo un broche antiguo con forma de rosa.
—Era de tu abuela —dijo mientras lo colocaba con cuidado en su hombro—. Recuerda quién eres esta noche.
Isabella sostuvo su mirada en el reflejo.
—¿Y quién soy, mamá?
—Una De la Vega.
—¿Y eso qué significa?
Elena suspiró.
—Que no puedes permitirte el lujo de sentir.
El silencio cayó entre las dos.
Isabella bajó la vista, sabiendo que no valía la pena discutir.
Afuera, la finca brillaba. Las luces colgaban de los árboles, el sonido de las copas llenaba el aire, y un ejército de camareros se movía entre los invitados.
Todo parecía perfecto, como una escena cuidadosamente ensayada.
Pero Isabella sentía que debajo de esa belleza algo se resquebrajaba.
—¿Dónde está papá? —preguntó mientras descendían por las escaleras.
—Con los franceses. —Elena apretó los labios—. No se despega de ellos. Si logran cerrar ese trato, la finca quedará en manos extranjeras.
—¿Y tú lo permitirás?
—Yo solo intento mantener la paz.
Isabella cruzó el vestíbulo, saludando con la sonrisa medida que había aprendido desde niña.
Cada palabra, cada gesto, estaba calculado.
Hasta que lo vio.
Gabriel Moreno.
Vestía traje negro, sin corbata. Sus ojos se cruzaron con los de ella entre la multitud, y el tiempo se detuvo.
No debía estar allí. Era un invitado de segunda categoría, probablemente incluido por algún capataz agradecido o por error.
Pero estaba.
Isabella sintió que el aire se volvía más espeso.
—¿A quién miras? —preguntó Lucía, apareciendo de repente a su lado.
—A nadie —mintió Isabella.
Lucía sonrió con picardía.
—Ese “nadie” tiene una forma demasiado humana.
—No empieces.
—Solo digo que si fuera yo, ya estaría bailando con él.
—No todos somos tan valientes.
—Ni tan cobardes, Isa.
La orquesta comenzó a tocar un vals lento. Las parejas se formaron frente a la pista de mármol.
Don Alejandro apareció en el centro, tomando a su esposa del brazo. La multitud los observó con respeto y envidia.
El apellido De la Vega aún pesaba más que cualquier fortuna.
—Qué ironía —murmuró Lucía, observando—. La pareja perfecta que no se soporta.
—Así se mantiene el equilibrio —respondió Isabella.
—¿Y tú?
—Yo intento no romperlo.
—Tal vez es hora de hacerlo.
Isabella la miró, pero Lucía ya se había alejado, saludando a un grupo de empresarios.
En ese instante, Gabriel cruzó la pista.
Su presencia no pasó desapercibida. Algunos lo miraban con curiosidad; otros, con desaprobación.
Pero él no parecía incómodo. Caminaba con la serenidad de quien pertenece a sí mismo.
Se detuvo frente a Isabella.
—No deberías estar tan sola en una fiesta como esta.
—Y tú no deberías hablarme.
—Entonces estamos empatados.
Isabella contuvo la sonrisa.
—Si mi padre te ve…
—Lo sabré cuando empiece a temblar el suelo.
—No es gracioso.
—Un poco sí.
Gabriel extendió la mano.
—Baila conmigo.
Isabella lo miró con incredulidad.
—Aquí no.
—¿Tienes miedo?
—No.
—Entonces…
Sus dedos se rozaron.
Antes de que pudiera reaccionar, ya estaban en el centro de la pista. La música los envolvía: un violín suave, un piano antiguo.
Isabella sintió que todos los ojos estaban sobre ellos, pero por primera vez no le importó.
Gabriel la tomó con una delicadeza casi reverente.
—Mira hacia mí, no hacia ellos —susurró.
Ella obedeció.
—Así —dijo él—. Ya no existen.
Los movimientos eran lentos, sincronizados, naturales.
Cada giro parecía borrar un pedazo de miedo.
Cuando la música cambió de ritmo, la mano de Gabriel se deslizó hacia su espalda. Isabella sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire nocturno.
—No deberías mirarme así —dijo ella.
—Solo te estoy mirando.
—Eso es lo que me asusta.
En el borde de la pista, Don Alejandro los observaba con gesto de piedra.
La canción terminó. Isabella dio un paso atrás, rompiendo el hechizo.
—Gracias —murmuró, casi sin voz.
—De nada —respondió él, sabiendo que acababan de cruzar un límite invisible.
Los aplausos llenaron el jardín, ajenos al terremoto que acababa de comenzar.
Isabella caminó hacia la terraza, buscando aire.
La luna estaba alta, reflejada en la fuente central.
Gabriel apareció a su lado unos minutos después, en silencio.
—Tu padre te odia ahora mismo —dijo él.
—Lo hace desde que nací.
—No. —Gabriel la miró—. Te teme.
Isabella lo observó con desconcierto.
—¿Por qué?
—Porque eres lo único que no puede controlar.
La música siguió, pero para Isabella el ruido se volvió distante.
Los invitados reían, las copas chocaban, y las luces doradas parpadeaban sobre los rostros maquillados del poder. Todo lucía perfecto, demasiado perfecto.
Gabriel permanecía a su lado, apoyado en la barandilla de mármol. La brisa del mar traía olor a sal y a vino.
—Tarde o temprano, tu padre vendrá a buscarme —dijo él, con voz tranquila.
—Y yo estaré allí —respondió ella.
—¿Para defenderme?
—Para entender por qué lo teme tanto.