Bajo los Cielos de Marbella

Capítulo 8: La ruptura

La noticia corrió más rápido que el viento de levante.

En menos de veinticuatro horas, todo Marbella sabía que algo había estallado en la Gala de los De la Vega.

Los titulares eran feroces:

“Escándalo en la élite andaluza: secretos y traiciones en la familia del magnate Alejandro De la Vega.”

“El restaurador que reclamó su herencia perdida.”

Isabella no necesitó leer los periódicos para saberlo.
Bastaba con salir al balcón para escuchar los murmullos en los jardines, las llamadas telefónicas apresuradas de su madre, el eco de la palabra “vergüenza” flotando en cada rincón de la casa.

Su padre no había vuelto a hablarle desde aquella noche.

Las puertas de su despacho permanecían cerradas. Los empleados evitaban cruzarse con ella. Incluso los viñedos parecían más silenciosos, como si el aire mismo supiera que algo se había roto para siempre.

En el comedor, Doña Elena bebía café con las manos temblorosas.
—Deberías marcharte unos días —dijo sin mirarla—. A Madrid, quizás.

—No voy a esconderme.
—No se trata de eso, Isabella. Se trata de mantener la compostura.
—La compostura no salvará nada.
—Salva la apariencia, y eso es lo único que todavía tenemos.

Isabella se levantó, agotada.
—Yo no nací para fingir toda la vida, mamá.

—Entonces prepárate para pagar el precio de ser sincera.

Isabella la miró. Por primera vez vio a su madre no como una mujer fría, sino como alguien que había aprendido a sobrevivir en un mundo que nunca perdonaba.

Salió de la casa y caminó hasta el viñedo.
Las vides estaban silenciosas, cubiertas de un polvo fino.

En la capilla, los andamios de restauración seguían en pie, pero ya no había nadie.

El eco de las herramientas había desaparecido, igual que él.

Sobre el altar, Gabriel había dejado una pequeña libreta.

Isabella la abrió con manos temblorosas.

Dentro, solo una frase escrita con su letra firme:

“No puedes reconstruir un muro sin entender por qué se derrumbó.”

Cerró el cuaderno y lo presionó contra el pecho.

—Cobarde —susurró, aunque su voz se quebró—. No podías quedarte a enfrentar esto conmigo.

Las lágrimas le nublaron la vista, pero no lloró con rabia, sino con resignación.

En el fondo sabía que Gabriel tenía razón.

El amor no podía florecer sobre cimientos podridos.

Esa noche, el cielo se tiñó de gris.

Desde su ventana, Isabella veía los relámpagos a lo lejos, sobre el mar. La tormenta llegaría antes del amanecer.

Doña Elena entró sin tocar la puerta.
—Tu padre te dejará fuera del testamento —dijo, sin rodeos.

Isabella giró lentamente.
—¿Y qué perderé, mamá? ¿La fortuna o la vergüenza?

—Isabella…
—No me importa, mamá. Ya no.

Elena se acercó y, por primera vez en años, le tomó la mano.
—Yo también amé alguna vez —dijo, apenas audible—. Pero me enseñaron que el amor no paga las cuentas.

—El mío no busca pagar nada. Solo existir.

—Entonces eres más valiente de lo que yo fui.

Isabella la abrazó. Fue un gesto breve, frágil, pero real.

Cuando su madre salió, Isabella se quedó mirando el reflejo de la tormenta sobre los cristales.

La lluvia llegó con fuerza.

Al amanecer, tomó una decisión.

Bajó al despacho de su padre. La puerta estaba entreabierta.

Don Alejandro, con el rostro cansado, revisaba documentos que ya no significaban nada.

—Vengo a decirte que me voy —anunció ella.

Él no levantó la mirada.
—¿A dónde?
—No lo sé. Pero lejos de aquí.

—No durará. —Su voz era seca—. No sabes vivir sin privilegios.
—No sabes vivir sin miedo.

Él la miró, y por un instante Isabella creyó ver algo distinto en sus ojos. No ira, sino tristeza.
—¿Y ese hombre vale tanto como para perderlo todo?
—No. Pero vale lo suficiente como para que me encuentre a mí misma.

Salió sin mirar atrás.

La lluvia aún caía cuando cruzó el portón principal.
Un coche la esperaba en la entrada. Lucía estaba al volante.

—¿Lista? —preguntó.
—Nunca —respondió Isabella, sonriendo débilmente.

—Entonces ahora sí.

El motor rugió. La finca quedó atrás, envuelta en neblina y secretos.

A lo lejos, el mar aparecía oscuro, inmenso, libre.

Isabella apoyó la cabeza contra la ventanilla.

—¿A dónde vamos? —preguntó.
—Donde empiece la verdad —dijo Lucía.

El coche avanzó por la carretera costera.

La tormenta comenzaba a disiparse.

Y aunque el dolor seguía vivo, Isabella sintió algo nuevo, pequeño pero cierto:

Esperanza.



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En el texto hay: poder, romance

Editado: 22.12.2025

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