Bajo los Cielos de Marbella

Capítulo 9: El legado

Madrid la recibió con un cielo gris y un aire húmedo que olía a lluvia y a distancia.

El tren se detuvo con un chirrido metálico, e Isabella bajó con una maleta pequeña y la sensación de haber dejado atrás una vida entera.

Lucía caminaba a su lado, con el paso decidido de quien lleva años huyendo de algo.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —preguntó.
—No tengo opción. —Isabella miró la estación de Atocha, los rostros anónimos, la multitud apresurada—. Necesito saber quién era él antes de que mi familia lo borrara de la historia.
—Entonces empecemos.

Tomaron un taxi hacia el barrio de Chamberí. El edificio era antiguo, con balcones de hierro y muros cubiertos de enredaderas.

Lucía había conseguido un contacto: un archivista retirado del Registro de Propiedades Históricas, un hombre que debía favores al marido que ya no tenía.

En el tercer piso, los recibió un aroma a papel viejo y café.
—Así que tú eres la hija del viejo De la Vega —dijo el hombre, observando a Isabella por encima de las gafas—. Tienes su mirada.

—Espero que no.

Él sonrió con tristeza.
—¿Qué buscas exactamente?
—Cualquier documento sobre la familia Moreno y su relación con los viñedos de Fuentevieja.

El archivista se encogió de hombros.
—Si lo que oí es cierto, ese caso nunca debió cerrarse.

Le entregó una caja de madera. Dentro había carpetas amarillentas, cartas, fotografías.

Isabella se arrodilló en el suelo y empezó a revisar.

Una de las cartas llevaba fecha de 1990.

*“Estimado señor Moreno:
Le informo que la oferta de los De la Vega ha sido aceptada. Agradecemos su colaboración en la transición del terreno.

Atentamente,
—M. Pérez, notario de Marbella.”*

—Colaboración —leyó Lucía en voz alta—. Qué palabra tan elegante para decir extorsión.

—Espera —dijo Isabella, pasando las páginas. Había otra carta, sin sello oficial.

“Alejandro, no puedo seguir con esto. Le prometiste a mi hermano que respetarías la herencia de nuestros padres. Si lo traicionas, no te lo perdonaré.”

—¿Quién la firmó? —preguntó Lucía.

Isabella leyó en silencio.

Elena.

Lucía la miró, incrédula.
—¿Tu madre?

Isabella asintió, temblando.
—Ella sabía.

Guardó la carta con cuidado, como si fuera una pieza de cristal.

—Tengo que hablar con ella —dijo al fin.
—¿Y si no quiere contarlo?
—Entonces haré lo que quiera.

Salieron del edificio mientras el cielo comenzaba a oscurecer.
Las luces de Madrid encendían la ciudad con destellos dorados.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lucía.
—Voy a encontrar a los Moreno. Al padre de Gabriel.

—¿Y qué le dirás?
—La verdad.

En el silencio del taxi, Isabella miró por la ventana.

Las calles pasaban lentas, llenas de reflejos.
Pensó en Gabriel, en su voz, en sus manos reconstruyendo muros. En cómo había intentado protegerla incluso cuando no tenía motivos para hacerlo.

La verdad, se dijo.
Esa era la única herencia que le quedaba.

Al día siguiente, fueron al Hospital de San Ramón, donde, según los registros, el padre de Gabriel estaba internado.

Isabella caminó por el pasillo blanco, el sonido de sus tacones rompiendo el silencio.

En la habitación 214, un hombre de cabello gris miraba por la ventana.

—Señor Moreno —dijo suavemente.

El anciano giró.
—Tú eres…
—Isabella De la Vega.

Él no pareció sorprendido.
—Tienes la voz de tu madre.
—Usted la conoció.
—Sí. Y sabía que algún día aparecerías.

Isabella se acercó.
—He leído sus cartas.
—Entonces ya sabes que tu padre no fue el único culpable.

—¿Qué quiere decir?
—Tu madre firmó el contrato final.

Isabella lo miró, sin poder respirar.
—Eso no puede ser verdad.
—Los hombres hacen guerras, hija. Pero las mujeres deciden quién sobrevive.

Isabella retrocedió, como si las palabras la golpearan.
—¿Por qué me lo dice ahora?

—Porque tú eres distinta.

—¿Y Gabriel?
—Gabriel no sabe nada. Si lo supiera, odiaría a los De la Vega… y a ti.

Isabella bajó la mirada.
—Quizás ya lo hace.

—No. —El anciano sonrió débilmente—. Si te amó una vez, no puede odiar del todo.

La enfermera entró, cortando el silencio.
—Debemos dejarlo descansar.

Isabella asintió, saliendo con el corazón pesado.

En el pasillo, Lucía la esperaba.
—¿Qué dijo?

—Que mi madre no es tan inocente como pensé.

—¿Y Gabriel?
—Gabriel está en el medio de todo.

Miró por la ventana del hospital. Afuera llovía otra vez.

—Voy a encontrarlo —dijo finalmente.
—¿Sabes dónde está?
—Todavía no. Pero el destino no separa a dos personas solo para siempre.

La lluvia seguía cayendo, constante, como si quisiera borrar los pecados de todos los que aún respiraban.

Isabella apoyó la frente contra el cristal y cerró los ojos.

En el silencio, lo sintió.
Una voz, un eco.

No puedes reconstruir un muro sin entender por qué se derrumbó.

Y entonces comprendió que el legado que buscaba no era el dinero, ni la tierra.

Era la verdad.

Y el amor que sobrevivía a pesar de ella.

Dos semanas después, el tren volvió a llevarla al sur.

Isabella miraba el paisaje desde la ventanilla: los campos dorados, las montañas a lo lejos, los pueblos blancos adormecidos bajo el sol.

Cada kilómetro que la acercaba a Marbella era un paso hacia el pasado.

Lucía la había acompañado hasta el andén, pero no subió al tren.
—Tienes que hacerlo sola —le había dicho—. Las verdades no caben en compañía.

Y tenía razón.

Cuando Isabella llegó a la finca, el aire olía distinto. Más denso, más quieto.



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En el texto hay: poder, romance

Editado: 22.12.2025

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