Bajo los Cielos de Marbella

Capítulo 10: La herencia del corazón

El otoño llegó temprano aquel año.

Las viñas de Marbella se tiñeron de oro y cobre, como si la tierra intentara purificar lo que el tiempo había manchado.

En la finca De la Vega, los preparativos para la auditoría judicial habían comenzado. Los rumores sobre los negocios de Alejandro se habían convertido en titulares.

Los socios franceses retiraron sus inversiones. Las autoridades pidieron documentos. Y por primera vez, el apellido De la Vega se pronunció con miedo, no con admiración.

Isabella lo observaba todo desde la distancia.

Había decidido quedarse en una casa pequeña junto al mar, lejos de los muros del palacio familiar.
Gabriel vivía a pocos kilómetros, trabajando en la restauración de una iglesia abandonada.

No se veían cada día, pero sabían el uno del otro.
Bastaba con saberlo.

Una tarde, Isabella recibió una carta con el sello de su familia.

La caligrafía era firme, impersonal:

“Isabella, ven al despacho. Es hora de poner fin a esto.”

No decía más.

Con el corazón acelerado, volvió a la finca.

El aire estaba pesado. Las paredes, más vacías que nunca.

En el despacho, su padre la esperaba frente a la chimenea apagada.

—Has conseguido lo que querías —dijo sin mirarla—. La verdad.

—No la busqué por venganza, sino por justicia.
—La justicia no existe, hija. Solo las versiones que sobreviven.

—Entonces quiero que la mía sobreviva.

—¿Y cuál es esa?

—Que los De la Vega no serán recordados por su dinero, sino por su redención.

Alejandro soltó una risa amarga.
—¿Redención? No sabes lo que dices.
—Sí lo sé —respondió Isabella con voz firme—. Y si tú no puedes conseguirla, la conseguiré yo.

—¿Cómo?
—Donando las tierras a quienes las trabajaron.

El rostro del hombre se endureció.
—Eso es locura.
—No. Es justicia.

Isabella le tendió un sobre.
—Ya están los papeles. Firmaré, con o sin tu consentimiento.

—¿Sabes lo que perderás?
—Sí. Pero también sé lo que ganaré: libertad.

Alejandro la observó en silencio.

Por un instante, algo cambió en sus ojos.
—Eres igual que tu madre —dijo en voz baja—. Pero más valiente.

—No soy igual a ninguno de los dos —respondió ella, levantándose—. Soy lo que queda cuando el poder y el miedo se destruyen entre sí.

Salió del despacho sin mirar atrás.

Afuera, el aire olía a vendimia y mar.

Isabella caminó hasta el viñedo, ahora tranquilo. Los trabajadores la saludaron con respeto. Algunos sonreían. Otros lloraban.

Por primera vez, la finca no le pareció una prisión, sino un lugar que podía volver a respirar.

Esa noche, caminó hasta la iglesia en restauración.

Las puertas estaban abiertas. Dentro, el eco de los pasos resonaba entre columnas y polvo.

Gabriel trabajaba bajo la luz de una lámpara, con las manos cubiertas de cal.

—Pensé que no volverías aquí —dijo sin levantar la vista.

—Nunca me fui del todo.

—Tu padre te odia ahora más que nunca.
—Y sin embargo, por primera vez me llamó hija.

Gabriel la miró.
—¿Lo lograste?
—Firmé hoy la donación. Las tierras volverán a quienes pertenecen.

—¿Y tú?
—Yo no pertenezco a ningún lugar.

—Te equivocas —dijo él—. Perteneces a ti misma.

Isabella sonrió, cansada pero luminosa.
—He pensado mucho en lo que dijiste una vez.
—¿Qué cosa?
—Que no se puede reconstruir un muro sin entender por qué se derrumbó.
—¿Y ya lo entiendes?
—Sí. Se derrumbó porque nunca debió levantarse entre nosotros.

Gabriel dejó las herramientas y se acercó despacio.
—Y ahora, ¿qué haremos con los escombros?
—Construir algo nuevo.

La luna se filtraba por los ventanales rotos, bañando el suelo con luz plateada.
Isabella levantó la vista.
—No quiero un legado de piedra, Gabriel. Quiero uno de alma.

—Entonces ya lo tienes.

Se quedaron así, frente a frente, mientras el silencio se llenaba de una paz que ninguno había conocido antes.

Afuera, el mar golpeaba suavemente contra las rocas.

Gabriel tomó su mano, y esta vez no la soltó.

—No somos lo que fuimos —dijo él.
—No. Somos lo que decidimos ser.

Y por fin, después de tanto tiempo, Isabella sonrió sin miedo.

La iglesia olía a polvo, vino y promesa.

En las paredes, las grietas parecían cerrarse poco a poco.

Y mientras el amanecer nacía sobre el valle, Isabella De la Vega comprendió que había heredado lo único que valía la pena conservar:

El amor que sobrevive al poder.

El perdón que libera.

Y el corazón que aprende a empezar de nuevo.



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En el texto hay: poder, romance

Editado: 22.12.2025

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