Ha pasado un año desde la caída del imperio De la Vega.
La prensa, como siempre, encontró otro escándalo del que alimentarse.
Los titulares se apagaron, los nombres dejaron de sonar, y el mundo siguió girando sin pedir permiso.
Pero en los campos del sur de España, entre viñedos rejuvenecidos y casas restauradas, la tierra empezó a respirar de nuevo.
Isabella vive ahora en una pequeña casa blanca frente al mar.
Las paredes están cubiertas de cuadros, bocetos y libros abiertos. El aire huele a jazmín y a tinta.
Cada mañana, abre las ventanas y deja que la brisa le recuerde que pertenece al presente, no al pasado.
A veces, baja al pueblo. Los vecinos la saludan con respeto, no con miedo.
Ya no la llaman señorita De la Vega, sino simplemente Isabella.
Y a ella eso le basta.
En el viñedo, los nuevos propietarios —antiguos trabajadores de su familia— han levantado una cooperativa.
Las botellas que salen de allí llevan una etiqueta sencilla, sin escudos ni iniciales:
“Viñas del Alba”
Un nombre que Isabella eligió en silencio, como homenaje a lo que renace tras la oscuridad.
Lucía, por su parte, se convirtió en una fuerza inesperada.
Fundó una asociación para mujeres en transición, ayudando a otras a salir de matrimonios y negocios corruptos.
A veces, aparece en televisión; otras, desaparece por semanas entre expedientes y cartas.
Pero siempre regresa a visitar a Isabella, con vino y carcajadas, diciendo:
—No salvamos el mundo, Isa. Pero al menos dejamos de ser parte del problema.
Isabella ríe, y le cree.
Una tarde de septiembre, mientras el sol caía sobre el mar, Isabella caminó hasta la antigua iglesia donde Gabriel seguía trabajando.
Las piedras, antes rotas, lucían limpias y firmes. Los vitrales recuperados teñían el suelo de colores.
—Ha quedado hermosa —dijo ella, entrando sin hacer ruido.
Gabriel levantó la vista, con las manos manchadas de polvo.
—Todavía no está terminada.
—Tú nunca terminas nada.
—Solo lo que vale la pena.
Isabella sonrió.
—¿Y yo?
—Tú eres lo que empezó cuando todo terminó.
Se acercó, y juntos contemplaron la luz filtrarse por los ventanales.
—¿Sabes? —dijo él—. A veces pienso que las ruinas son solo lugares esperando que alguien vuelva a creer en ellas.
—Como nosotros.
—Exacto.
Isabella se sentó en un banco de madera, mirando el altar vacío.
—Nunca te pregunté por qué volviste.
—Porque entendí que huir también era una forma de seguir atado.
—Y ahora… ¿eres libre?
—Solo cuando estás cerca.
Isabella bajó la mirada, con una sonrisa pequeña, tranquila.
—No quiero promesas —dijo ella.
—No las haré. Solo actos.
—Entonces quédate.
—Ya lo hice.
Afuera, el cielo se teñía de rosa.
Los pájaros volaban sobre los viñedos, y el sonido del mar llegaba hasta la puerta abierta.
Isabella respiró hondo.
—¿Sabes qué es lo único que el tiempo no puede destruir?
Gabriel la miró.
—¿Qué?
—La verdad.
—¿Y el amor?
—El amor es la verdad.
Él sonrió, y por fin, después de tanto silencio, la besó.
No fue un beso de pasión desbordada, sino de pertenencia: el beso de quienes han aprendido que amar no siempre es poseer, sino compartir la libertad.
Cuando se separaron, el sol ya había desaparecido.
Isabella tomó su mano.
—Mira el cielo, Gabriel.
Él levantó la vista.
—Está igual que aquella noche del baile.
—No. Está más limpio.
Las primeras estrellas comenzaron a encenderse.
Isabella cerró los ojos y susurró:
—Bajo los mismos cielos.
—Bajo los mismos —repitió él.
Y así, entre el olor a vino y piedra, entre el pasado que se disolvía y el futuro que apenas nacía,
los dos comprendieron que el verdadero legado no era el apellido, ni la tierra, ni la fortuna.
Era el amor que se elige cada día, incluso después de haber perdido todo lo demás.
Y bajo los cielos de Marbella, por fin, todo volvió a florecer.