El suelo vibró antes de que escuchara el estruendo. Primero fue una sensación leve, como cuando el metro pasa muy por debajo y la ciudad contiene el aire sin saber por qué. Luego, el temblor creció, subió por mis piernas y me heló la boca del estómago. Algo dentro de mí supo que la noche iba a romperse en dos: lo que era antes, y lo que quedara después.
Ajusté la cámara entre las manos. Me temblaban, pero no lo suficiente para impedirme disparar. Siempre pensé que la fotografía era mi forma de frenar el mundo cuando todo se desbordaba. Un clic, un segundo inmóvil, una prueba de que yo había estado ahí. Que no había salido corriendo. Que podía con todo, aunque a veces fuera mentira.
Un grito cortó la noche. Luego otro, más afilado, más cerca.
El derrumbe no sonó como un trueno: rugió. El edificio en obras se dobló sobre sí mismo, como si alguien hubiera hundido los dedos en su esqueleto y lo hubiese hecho polvo. Cemento, vidrio y humo estallaron hacia arriba, y por un instante Barcelona desapareció tras una nube gris que lo devoró todo.
Corrí sin pensarlo. Mi editor siempre decía que yo no sabía elegir mis batallas. Aquella noche, ni siquiera tuve opción: la batalla me eligió a mí.
Disparé: una mujer cubierta de polvo abrazaba a su hijo con desesperación.
Volví a disparar: un bombero forcejeaba con un pedazo de columna.
Otra vez: sirenas, pasos, tos, el ruido crudo y desordenado del caos.
—¡Aquí! —La voz llegó desde el suelo, detrás de una barandilla caída—. ¡Necesito manos, joder!
Giré. Ahí estaba él.
No sabía todavía su nombre, ni su historia, ni el peso que cargaba en los hombros. Sólo vi un hombre arrodillado entre los restos del derrumbe, intentando reanimar a alguien que no respiraba. Su camiseta médica estaba rasgada en un costado, y tenía sangre, tal vez propia, tal vez ajena, en la mejilla. Gritaba instrucciones a quienes se acercaban, pero nadie parecía escucharlo del todo.
Me acerqué sin entender por qué. Había algo en su postura: urgencia, furia, una obstinación que parecía un desafío directo a la muerte, sin anestesia ni tregua.
Levantó el mentón justo cuando yo alcé la cámara.
Y su mirada chocó con la mía.
No era una mirada de alguien que se sabe observado. Era más honda, más antigua, como si me reconociera de algún lugar al que yo no tenía acceso. Como si, por un segundo, el derrumbe fuera otra cosa: un escenario más pequeño que el hilo invisible que se tensó entre los dos.
Disparé.
Click.
El sonido pareció partir el aire.
Él no apartó los ojos, y yo no tuve tiempo de pensar qué diablos acababa de capturar. Sólo sentí un golpe en el pecho, como si mi corazón recordara algo que mi cabeza aún no sabía.
Alguien volvió a gritar. Él bajó la mirada y siguió trabajando, sus manos sobre un pecho ajeno, intentando devolverle aire a un cuerpo que se apagaba.
Podría haberme ido. Debería haberlo hecho. La nube de polvo me raspaba la garganta y las piernas me temblaban. Pero me quedé. No sé si por él… o por esa manía absurda de demostrarme que podía mirar de frente incluso cuando todo dentro de mí quería huir.
Seguí fotografiando.
Sirenas. Llantos. Órdenes. Ruido, más ruido. Pero cada vez que parpadeaba, aunque fuera un segundo, lo veía otra vez: mirándome a través del objetivo como si no hubiera escombros entre nosotros. Como si hubiese formado parte de mi vida desde mucho antes del derrumbe.
Cuando por fin di un paso atrás para respirar, tuve la extraña sensación de que algo, sin que yo lo hubiera pedido, acababa de atarse a mí. Como un hilo tenso, rojo y delgado, que no tenía ninguna intención de soltarse.
Nunca había fotografiado una mirada que pareciera fotografiarme de vuelta. Y, aun así, supe que no sería la última.