Bebé y Mamá de Conquista

Declaración de guerra

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Nyssa

Han pasado semanas desde aquella noche en que le rompí el alma al único hombre que me ha amado de verdad. A veces me despierto con su nombre en los labios, a veces sueño con su voz, y otras… solo me hundo en la rutina absurda de esta cárcel dorada, llorando encerrada en mi habitación para no mostrarme débil ante la presencia del demonio que impuso su voluntad e insiste en tenerme bajo yugo.

Ese viejo infeliz ha hecho todo para doblegarme. Pero si hay algo que no soy… es sumisa.

Estoy harta de callar. Harta de llorar en silencio. Así que si el senador pensó que me iba a tener como una esposa obediente, bien peinada, muda y dispuesta a sonreír en cada cena de gala… se equivocó de mujer.

Porque yo, Nyssa Comvel, soy una maldita tormenta. Y estoy a punto de irrumpir en su mundo de forma que él no se lo espera.

¿Mi plan? Simple: voy a volverlo loco. Tan, tan loco, que va a rogarme, que me largue, y si no lo hace, sabrá entonces que no será solo mi fin, sino el de ambos. Su carrera, su mundo, su ser, todo lo dejaré en ruinas...

—Voy a ser su peor pesadilla, senador Robles. Eso lo juro… —Con este pensamiento me levanto de la cama, voy al baño y me doy una gran ducha. Regreso a la alcoba, me cambio con el vestido más corto y escotado que tengo, es de color negro. Calzo mis pies con unas sandalias altas. Decoro mi rostro con un maquillaje llamativo, a mis labios los resalto con un labial rojo. Peino mi cabello, dejándolo de medio lado en uno de mis hombros, y lista muy para empezar el desastre de vida que tendremos, bajo a la cena que hoy tenemos en casa. Es una reunión muy importante con algunos entes del gobierno, y en sus exigencias está que debo asistir a sus payasadas a hacer acto de presencia, hermosa, elegante e inmaculada, como la esposa más enamorada del planeta.

Bajo las escaleras, resonando a propósito mis tacones en cada peldaño, ganándome la atención de todos los presentes. De inmediato, los hombres morbosos que lo acompañan me miran de arriba a abajo, mientras que sus mujeres se las dan de digna y me critican con la mirada, como si fuera un demonio ándate.

Dibujo la más enorme de las sonrisas mientras me acerco. Saludo a todos los hombres con un beso en la mejilla como si fuéramos íntimos amigos, sin dejar de sonreír, saltándome por completo toda la diplomacia y recato que mi papel de esposa de un senador debe tener. A las mujeres, ni las determino. Mi enfoque es otro, y a ellas solo las necesito para que me critiquen.

Logro mi cometido de la noche, la cena es un completo desastre cuando suelto la lengua contando que este señor ronca como un oso, habla dormido y hasta se tira pedos que suenan en toda la casa. Los hombres no dejan de mirarme, las mujeres de hablar entre ellas con miradas de horrorí, y mi querido esposo está rojo de coraje porque lo hice quedar como un zapato viejo.

La velada llega a su fin, los invitados se marchan, mientras yo, sonrío con satisfacción por saber que le me bastó solo unas horas para provocarle una úlcera a este señor.

—Estoy cansada. Buenas noches, “mi amor” —le digo con sarcasmo y burla a la vez, al sujeto que me mira fijamente con el rostro endurecido.

—¿Qué diablos fue todo eso? —gruñe, agarrándome por uno de mis codos. Sus dedos intentan apretar mi carne, pero antes de que logre su objetivo, me zafo de su agarre con brusquedad.

Lo miro a los ojos, con la frente en alto.

—Yo, solo bajé a complacerte. Me puse linda. ¿Cierto que me veo bonita? —pregunto, fingiendo la inocencia que no tengo, dando una media vuelta para lucirle mi atuendo.

El que dice ser mi marido, me repara con odio.

—Bueno, terminada mi labor del día, le pido excusas, senador. Tengo sueño, es hora de descansar. —Me despido. Le doy una última mirada desafiante que le dice todo lo que mi pensamiento se guarda. Sin más que decir o hacer por esta noche, me alejo y subo rápido las escaleras con calma, mientras mi mente procesa todo lo que llevo días planeando…

—Esto es una declaración de guerra, “querido esposo”. A partir de esta noche, me vas a conocer, y desearás nunca haberlo hecho… Te caerán, una a una, las malditas mil plagas y pestes que se me ocurran, hasta que me odies tanto como para dejarme ir, —hablo sola, a medida que avanzo, decidida a apostar todo por el todo. O me libero de este hombre, o acaba conmigo definitivamente, porque ahora estoy segura de algo: no seré yo sola la que caiga. Él es mi inferno, y juro por mi alma, que yo seré el suyo…




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