Bebé y Mamá de Conquista

Mi pequeña vida

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Nyssa

Empiezo a joderlo con cosas pequeñas.

Cambio su whisky por vinagre.

Le escondo los trajes favoritos y los destiño con clorox. Le rompí todos los calzoncillos y las medias, y las corbatas se las manché con pintura.

Pongo altavoces en su despacho que suenan a todo volumen con canciones estruendosas cuando está en sus famosas reuniones.

Le pongo azúcar a sus salsas especiales y sal en el café.

Hasta le robé su laptop y la arrojé en la basura. Y escondí su celular en la pecera. ¡Qué risa cuando metió la mano pensando que era una broma!

Lo veo enojado por cada accidente que padece y yo actúo como si nada. Sonrío, me maquillo, me pongo mis mejores vestidos y camino por la casa como una reina desquiciada.

Pasan unas semanas más y el senador ya no sonríe tanto. Ya no se siente inmortal, porque me mira con desconfianza, como si en cualquier momento le fuera a lanzar un cuchillo directo al pecho. Y sí, lo he considerado. Varias veces.

Lo veo desde mi balcón en la piscina tomando el sol, y me burlo desde lejos cuando se levanta alarmado por las ronchas rojas que le están saliendo en todo el cuerpo, porque… cambié su protector solar por una crema corriente que le diera picazón al contacto con el sol. Estoy disfrutando de otro pequeño triunfo, al notar sus manos aceleradas, rascándose con desesperación. Me burlo de él. Hasta qué…

Empiezo a sentirme extraña una vez más. El desayuno que me trajo la señora Elvira está intacto en la mesita de noche, y el olor a huevos con jamón que llega a mis fosas nasales me revuelve el estómago. Me agarro firme de una silla cuando un mareo me somete, y sin poder detenerme, corro hacia al baño, me inclino en el excusado y suelto una oleada de vómito que me deja sin fuerzas.

Lavo mi rostro, cepillo mis dientes y con un malestar terrible regreso a la alcoba. Me encuentro con la señora Elvira, mirando el desayuno, con sus manos a cada lado de la cintura, como si fuera una jarra. Voltea a mirarme y frunce el ceño. Se me acerca y me toca la frente para verificar si tengo fiebre.

—Niña, no está comiendo bien. Se ve de mal color y está helada. —Me dice preocupada, la unica persona de esta casa que me trata con cariño.

—No sé qué tengo. Hace días me estoy sintiendo mal. Creo que pesqué algún virus que me tiene… —Respondo, pero no puedo terminar la frase cuando las náuseas vuelven y corro de vuelta al baño, donde me afano a dejar salir de mi otra tanda de vómito que me agita el pecho.

La señora Elvira sostiene mi cabello mientras con cariño me soba la espalda.

—Sus hermanos insisten en querer hablar con usted. No dejan llamar. Al igual que su mamá. Ella llamó otra vez hace un rato a preguntar por usted, pero el señor me ordenó decirle que usted y él estaban de viaje en un crucero en el Mediterráneo. Me dio pesar mentirle a su mamá, pero, no pude desobedecerlo. Lo lamento. —Me informa con pensar.

—Tranquila, ya buscaré la forma de comunicarme con ellos para calmarlos. —Hablo bajito, sintiendo cómo en mi esófago se prende fuego cuando una vez más me inclino en el excusado y mi estómago arroja fuera hasta lo que no he comido.

— Dios, ¿qué me pasa? Creo que me voy a morir. Me siento muy mal —Me quejo, prácticamente sentada en el piso, al pie del inodoro.

—¡No diga eso, niña! Yo no creo que se vaya a morir. Creo que… —empieza a hablar la mujer mayor, pero por alguna razón hace una pausa prolongada, como si no se atreviera a concluir lo que iba a decirme.

—¿Qué cree que puede ser? Dígame que me está asustando —pido, sintiendo realmente débil.

—Creo que usted puede estar embarazada. Tiene todos los síntomas. Así fueron mis tres embarazos. y…

Sus palabras me aceleran el corazón y la miro incrédula.

—No me mire como si estuviera loca. Estoy casi segura de que lo está, porque hace días la noto descompuesta. Por eso, le traje esto —insiste, y algo avergonzada me entrega una bolsita que traia escondida en su delantal.

La agarro con mis manos temblando. Son dos pruebas de embarazo que agitan más mi pecho.

Mi ángel de la guarda de esta casa, me ayuda a incorporarme del piso, me lava la cara, y me la seca con una toalla.

—Hágase la prueba. Salga de dudas que, si mis sospechas son ciertas, tiene que empezar a cuidarse. —Me habla dulce como una mamá.

Asiento, mirando las pruebas que tengo entre mis manos.

—¿Se siente mejor? ¿Quiere que le prepare unas sopitas para ver si su estómago se las acepta? —cuestiona con dulzura.

Se humedecen los ojos con su pregunta, no sé por qué, pero su voz maternal me pone sensible.




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