Bebé y Mamá de Conquista

Lo dejé calvo

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Nyssa

—Estás embarazada. — La voz del viejo me tensa en el acto con su afirmación.

No sé cómo se enteró. Me imagino que es fácil deducirlo, por todas las veces que mi estómago se ha rebotado y me ha tocado salir huyendo de su presencia para poder vomitar.

Me confronta en el jardín, justo cuando disfruto de un rayo de sol y una mandarina. Su voz, grave y cargada de esa arrogancia que me da asco, interrumpie el momento grato que estaba pasando.

Lo miro altiva y no lo niego. No me escondo. No bajo la cabeza.

—Sí. Estoy embarazada. Y estoy feliz. —Respondo con voz firme. Lo digo con la sonrisa más genuina que me ha salido en semanas. Porque lo estoy. Porque este bebé es luz en mi oscuridad.

El senador sonríe también. Pero su sonrisa no es de ternura, ni de ilusión. Es de poder. De triunfo. De ese veneno que le corre por las venas.

—También estoy feliz, porque seremos padres —dice, inflando el pecho como un pavo real, idiota—. Esto va a impulsar mi carrera como no te imaginas. Un heredero. ¡Qué bendición! Este bebé será el medio para verme más humano y ganar las próximas elecciones. — Hace planes con un hijo que sabe muy, no le pertenece, porque él ni en sueños me ha tocado.

Se acerca. Estira la mano, como si quisiera tocar a mi vientre.

Pero no se lo permito. Doy un paso atrás. Y mi voz sale fría, afilada, letal.

—Ni en una pesadilla suya mi bebé tendrá un padre tan despreciable como usted. —Lo desafío, como una leona que está dispuesta a todo por defender a su cachorro.

La frase le golpea más fuerte que cualquiera de las bromas que le he hecho hasta ahora. Se queda quieto, con la mano en el aire y la mandíbula tensa.

—Si sabes lo que te conviene, ese hijo será nuestro y portará mi apellido. No te hagas la invisible, Nyssa, sabes que no podrás conmigo. Y si me da la gana, te largas tú de mi vida, pero tu hijo no —me amenaza.

Evito una confrontación abierta. Prefiero evitar tropiezos con él porque, ahora que sabe de la existencia de mi bebé, estoy en desventaja. No digo más. Le doy la espalda, entro a la casa y subo las escaleras con el corazón, latiéndome en los oídos porque esta guerra acaba de subir de nivel, y no pienso perderla. Llego a mi alcoba y le pongo seguro a la puerta una vez dentro.

Si quiere guerra… tendrá guerra. —Con este pensamiento voy hasta mi armario, saco todo lo que le encargué a la señora Elvira y armo todos los productos que utilizaré. Me asomo por la ventana y veo donde el autor lujoso de ese infeliz arranca y se larga. Hoy no tendrá un momento libre, lo sé porque está en campaña y estará con su equipo gestionando el itinerario de los próximos meses.

Espero un tiempo prudente para cerciorarme que no se le olvidó nada y no se devolverá. Tranquila de que todo está bien, me pongo unos guantes quirúrgicos para no dejar huella y salgo de mi alcoba armada con mi arsenal de guerra. La señora Elvira viene subiendo las escaleras, me mira, sonríe y alza los pulgares como señal de que tengo el camino despejado para continuar con la operación destrucción...

A toda velocidad entro a la alcoba del viejo. Voy directo a su baño y empiezo por su champú, agrego en él unas gotitas de un químico especial. No mucho, solo lo suficiente para que se le caiga el pelo en mechones y empiece a entrar en pánico cada vez que se mire al espejo.

Después, le cambio la pasta dental. Le pongo carbón activo con yodo. Con esto espero que, día a día, sus dientes se vayan manchando. Aunque se cepille mil veces para mejorar su aspecto, se verán más negros. Y así, agrego a cada cosa que usa para su aseo personal, gotas milagrosas que harán de él el despojo humano. Salgo de la alcoba cuando dejo todo listo, limpio y en su lugar, para que no note rastro de mi visita.

Pasan las horas, llega la noche, amanece. Y así transcurren dos largas semanas, en espera de esa manifestación que he esperado con ansias…

El primer grito por parte del senador. Su cabello se cae a gajos. Un día, y otro, y uno más, hasta que su cabeza empieza a presentar calvicie por zonas. Él insulta al espejo, llama a médicos, manda a traer dentistas de confianza cuando sus dientes se van deteriorando. Le hacen exámenes de sangre, pero… Nadie sabe qué tiene. Nadie puede explicarlo.

No conforme con su pesadilla, le cambio su crema facial por una que le reseque la piel, hasta que le salgan escamas. Le brotan manchas rojas. Se rasca como un loco. Y desesperado por su terrible aspecto, se cubre con gafas oscuras y sombreros para estar en casa.

Pero lo mejor… lo mejor es que todo lo hago con una sonrisa de princesa inocente.

—¿Te preparo un té, amor? —le digo con dulzura, mientras él se arranca el pelo que le queda. —¿Quieres que te frote los pies? ¿Te hago un masaje? —le susurro, mientras oculta sus pies bajo calcetines, porque se le peló la piel con un baño que se dio con un ‘aceite esencial’ especial.




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