Bebé y Mamá de Conquista

Mi salvador…

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El senador grita. Ya no habla. Escupe veneno con cada palabra. Tiene la cara roja, los ojos inyectados de enojo, la camisa desabrochada, su cabeza más calva y su vida entera hecha una basura.

Haber descubierto su secreto lo ha hecho odiarme más. Su voz me taladra los oídos cada vez que me grita, me exige silencio aun cuando no digo nada, pero yo ya no tiemblo. Estoy harta. Asqueada. Cansada hasta de tener miedo, y cuando estoy cerca de él, las veces en que me saca de alcoba para venir a comer, hago de cuenta que no está presente, y hago un esfuerzo para que sus insultos no me afecten porque sé que mi estado emocional puede afectarle a mi niño.

—¡Eres una ingrata a quien le puse el mundo entero a sus pies, pero, nada te fue suficiente! ¡Sé que estás esperando la oportunidad para soltar la lengua y contar lo que no debes, pero… no podrás hacerlo. ¡Juro que no podrás! ¡Solo estoy esperando que ese bastardo que llevas en el vientre nazca porque lo necesito, pero a ti ya no…! —vocifera mientras me señala.

—Eso no sucederá jamás. ¡Nunca, mi hijo no se someterá al yugo de un monstruo como usted! —Mi paciencia se agota, me levanto de la silla, choco mis manos en el comedor y lo enfrento, como hacía meses cuando empezó con sus temas de involucrarme en su campaña, no lo hacía, para evitar tropiezos.

Mi cuerpo se congela cuando da un paso hacia mí. Sus manos, esas que tantas veces han sido amenazas disfrazadas de caricias cuando está en público, se alzan.

Y por un segundo, creo que sí va a hacerlo.

Va a golpearme.

El vientre se me tensa. El corazón se me sube a la garganta y cierro los ojos con fuerza, mientras mis manos cobijan mi enorme panza, como si ese instinto maternal me dictara qué, sobre todo, a mi bebé debo proteger.

Todo ocurre en cuestión de segundos, espero lo peor. Pero no llega a tocarme.

—¡Ni se te ocurra! —retumba una voz en la sala, firme como una sentencia.

El senador se queda congelado, y yo también.

Giro la cabeza, y ahí está. No estoy alucinando.

Es mi padre.

Es mi papá, quien está de pie en la entrada, con el rostro endurecido por la rabia, con los ojos clavados en el senador, como un halcón a punto de lanzarse sobre su presa. Su cuerpo es el mismo, pero su mirada… su mirada no es la del hombre que me entregó.

Su expresión es diferente a la última que vi en ese rostro. Aparentemente, ahora es fuego. Es dolor. Es guerra.

El senador intenta recomponerse.

—¿Qué diablos haces aquí?

—Vengo a recuperar lo que nunca debí perder —responde con voz fuerte, tensa—. A mi hija. —Sus palabras salen y sus ojos buscan los míos.

Juro que no puedo procesar bien lo que dice.

—Tengo meses de solo respirar por la idea de poder venir por ella, y… para que no tengas excusas —agrega sacando unos papeles de su chaqueta—, aquí tienes los comprobantes. Cada centavo que me diste, te lo devolví. Y con intereses. —concluye y se lo lanza en la cara.

Yo… me quedo sin aire.

Mis piernas no responden.

La señora Elvira, que apareció tras él sin que yo la notara, se acerca y me sostiene con ternura.

—Fue él —me susurra al oído—. Fui a la dirección que me dio para buscar a su hermano Lucían, y él me abrió la puerta. Le conté todo, niña… le dije que usted y su bebé estaban en peligro, y no dudó un segundo en venir.

Mis labios se abren, pero no logro decir nada.

Papá da un paso más hacia el senador. Sus ojos están oscuros, decididos y enrojecidos de lo que parece ser furia.

—Nos vamos de este lugar. No intentes oponerte porque me la llevo ahora, y no pienses en hacer nada torcido para impedirlo, porque, mi abogado, tiene orden expresa de que, si no lo llamo en veinte minutos, se encargará de cierto asunto. Te llegarán los papeles del divorcio en unos días para que mi hija se libere de una rata como tú, y más te vale firmar, porque si no lo haces, todo saldrá a la luz. Absolutamente todo. Las porquerías que hicimos tú y yo en la campaña pasada. Las apuestas, los dineros mal habidos que patrocinaron tu candidatura, la compra de votos, los sobornos y cada desfalco… todo. Y no me importa morir en la cárcel si eso significa salvar a mi hija de ti. —Lo amenaza.

Yo, no puedo creer lo que veo, no puedo creer que esto esté pasando. Que sea él quien esté aquí, él vino a buscarme…

El senador lo mira como si no lo reconociera. Como si no pudiera creer que ese viejo cómplice ahora lo amenaza. Pero no dice nada. Su miedo es evidente, pero no a mi padre, sino al declive de su carrera. A lo que podrían decir los medios, los jueces, a perder sus próximas elecciones. Está enfermo de poder, no quiere caer en ruinas, y eso lo debilita.




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