Nyssa
El auto que mi padre dispuso para mí avanza con suavidad entre el tráfico de la ciudad, como si nada importante estuviera por ocurrir, como si mis pensamientos no fueran un nudo apretado de ansiedad en mi pecho.
—Niña, respire. Está muy tensa y tiene que verse fuerte, invencible. —La voz de la señora Elvira me arranca de mi espiral mental. Ella va sentada a mi lado, sujetando el bolso del bebé con una mano, y la otra, acariciando con ternura los deditos de mi hijo, que duerme plácidamente en su sillita.
Respiro. O al menos lo intento.
—Lo intento, señora Elvira… pero siento que voy a vomitar. —Apoyo una mano en mi estómago, donde un vacío me da vueltas como un remolino.
El chofer, un hombre de rostro serio y discreto, no interviene. Solo nos mira de reojo por el retrovisor, atento a todo, sin decir nada.
—Todo saldrá bien, usted hará que todo salga bien, no sé si ahora, pero, con el tiempo, todo se acomodará como desea. Estoy segura de que lo logrará —insiste ella, como un mantra de fe—. Dios no la trajo hasta aquí para dejarte sola.
Asiento sin hablar. Miro a mi bebé. Su naricita respira en paz, ajeno al huracán emocional que me habita. Me inclino hacia él y acaricio su mejilla con la yema de los dedos. Suave, tibia, perfecta. Este niño… es todo mi valor.
Después de más de media hora de camino, el auto se detiene.
Levanto la vista. El edificio se impone frente a nosotros: negro, elegante, moderno. Las paredes de cristal reflejan el cielo nublado, como si ocultaran secretos. Mi garganta se cierra cuando el conductor me indica que ya llegamos a la empresa.
Al mundo de Mauricio, donde estoy por entrar.
—Señora Elvira, espere aquí con el bebé, por favor —le pido, desabrochándome el cinturón con dedos temblorosos—. Yo bajo primero… cuando sea el momento, les aviso.
Ella asiente con un leve apretón en mi brazo. Me lanza una sonrisa que intenta ser tranquilizadora, pero sus ojos también están preocupados.
Salgo del auto. El aire afuera está más fresco de lo que esperaba. Me estremezco. Tal vez por el clima helado… o por lo que está a punto de pasar.
—¡Nyss! —escucho mi nombre y levanto la mirada.
Fernan se acerca con pasos seguros y una sonrisa que me da un poco de paz. Vestido impecablemente, con ese aire despreocupado de siempre, parece el mismo de la universidad… aunque nuestros caminos se hayan vuelto más serios ahora.
—¡Fernan! —le devuelvo la sonrisa y él me abraza con afecto.
—Estás tensa como un violinista en su primer concierto —bromea, dándome una mirada de arriba abajo—. Pero te ves preciosa. Vas a arrasar. Mauricio no tendrá otro camino que caer frente a ti. —Me anima.
—O me van a comer viva. —Intento reír, pero me sale una especie de exhalación tensa.
Él me mira con seriedad por un segundo, luego me toma del brazo y me guía hacia la entrada.
—Te tengo, Nyss. Vamos. Recuerda que esto ya es un hecho. Solo necesitas entrar y demostrar quién eres. Eres y siempre serás la Nyssa que todos conocemos, es esa que se enfrenta a la vida, y que no la detiene nada. Sé tú, simplemente tú —sigue dándome ánimos.
Caminamos juntos, sus pasos firmes me dan algo de estabilidad. Aun así, mis piernas no dejan de temblar. Entramos al edificio, cruzamos el amplio lobby de mármol, saludamos brevemente en recepción, y nos dirigimos hacia el ascensor.
En el reflejo de las puertas metálicas veo mi propio rostro: pálido, pero decidido. El ascensor sube piso tras piso, y en cada uno siento cómo mi corazón late con más fuerza.
Llegamos a la planta ejecutiva. Se abren las puertas y el sonido cambia. Aquí todo es más silencioso, más elegante, más tenso. Caminamos por un pasillo alfombrado hasta llegar a una gran puerta de cristal esmerilado. Del otro lado, se escucha apenas el murmullo de voces.
—Aquí es —dice Fernan, deteniéndose.
Yo trago saliva y apoyo mis manos en mi pecho, tratando de sostener un poco de aire, al tiempo que mis manos tiemblan y corrientazos someten a mi cuerpo.
—No puedo… no sé si… —Intento decir, pero las palabras no me salen.
—Sí, puedes —interrumpe mi amigo suavemente—. Ya estás aquí. Ya lo lograste. Solo es entrar, pararte firme y decir, aquí estoy, y aquí me quedo.
Miro la puerta. Miro la manija. Y mis piernas… simplemente no responden. Me flaquean.
Él me sujeta del brazo justo cuando doy un paso inseguro.
—Estoy contigo —me dice, comenzando a abrir la puerta.
Intento ser tan fuerte como todos me dicen que soy; sin embargo, justo en ese instante, siento que el mundo se detiene. Porque ahí dentro, al otro lado, está él. Mauricio Cooper. El padre de mi hijo. El hombre que no sabe que hoy… su vida va a cambiar, porque un huracán arrasará con su mundo. Un huracán que está nervioso y siente que pierde fuerza, pero que viene dispuesto a todo por volverlo a tener...