I
La intensa tormenta golpeando las ventanas me había despertado en plena madrugada. Me levanté poniendo los pies descalzos en el gélido suelo de piedra. Descorrí la cortina y miré afuera. La lluvia caía con furia, convirtiendo las calles en ríos. La última vez que había visto una tromba como esta, fue el día en que Víctor murió; me había despertado, también de madrugada, minutos antes de que sonase el teléfono y me dieran la noticia. Víctor había sido mi amigo de la infancia, mi mejor amigo, también mi primer amor, y su pérdida me hizo marcharme del pueblo sin desear mirar atrás.
Las tormentas y los ruidos del bosque no eran, precisamente, dos de las cosas que echaba de menos de mi pueblo natal. No habría querido volver, pero mi tía estaba enferma y yo era la única familia que le quedaba. Me dispuse a volver a la cama e intentar conciliar el sueño de nuevo, pero entonces vi una sombra al final de la calle. Era imposible, mis recuerdos tenían que estar jugando conmigo, movió la mano saludándome.
No sé muy bien por qué, pero, como hipnotizada, me calcé las botas de montaña y bajé apresurada a la planta baja donde me puse el grueso abrigo impermeable y salí a la calle dejando la puerta abierta tras de mí. La lluvia me golpeó con fuerza, miré al final de la calle y alcancé a ver su figura dirigirse hacía el camino que llevaba a las ruinas del castillo de València d’Àneu y al bosque.
Corrí tras él sin importarme nada más. Estaba siguiendo a una sombra del pasado, era irracional y, ser consciente de ello, hacía que mi corazón latiese aún con más fuerza. Resbalé con las hojas que cubrían el suelo y caí, rapándome las rodillas y las palmas de las manos. La silueta de Víctor se detuvo, como si me estuviese esperando. Me levanté con un quejido, pero dispuesta a seguirle.
El espacio entre los árboles se iba estrechando, sus ramas se retorcían, enredándose con las del árbol vecino impidiendo que la escasa luz de la luna se colase por su follaje. Avancé decidida, no necesitaba ver para recorrer aquel camino que tan bien conocía. Apoyándome en los troncos de los árboles seguí adelante, hasta detenerme al borde del claro en el que nos dimos nuestro primer beso. Con la respiración agitada oteé el claro, lo vi sentado en un tronco caído, iluminado por la luna llena, tal cual lo recordaba.
—Júlia, al fin has vuelto.
Fui hasta a él, me senté en el tronco y me giré para contestarle, pero Víctor ya no estaba, se había esfumado. Noté entonces que había dejado de llover, en algún momento mientras corría por el bosque, sentí la ropa empapada. Sorprendida descubrí que llevaba puestas las botas y el pijama, pero no el impermeable, a pesar de que recordaba habérmelo puesto antes de salir.
Me abracé a mí misma con un escalofrío recorriéndome la espalda. ¿Qué demonios había pasado?