Bosque

II

II

 

   Mi tía Núria murió aquella misma noche, mientras seguía a Víctor por el bosque, guiada por una luna que no debería haber visto porque diluviaba. Al regresar a casa, empapada, recibí una llamada del doctor Fabregadas dándome la noticia. Oficialmente me había quedado sola en el mundo.

   El cementerio minúsculo, anexo a la iglesia, estaba lleno. El pueblo entero estaba allí, dándole el último adiós a Núria Casagran i Jové. Yo, como única familiar, estaba de pie en primera fila, fingiendo escuchar al párroco que oficiaba la ceremonia. Los sollozos y susurros se expandían por el camposanto. Pero no podía mantener la atención puesta en lo que ocurría.

   Paseaba constantemente la mirada por los rostros de los que fueron mis vecinos, buscando en ellos consuelo, o tal vez buscándole a él. Porque si estuviese vivo estaría junto a mí dándome su apoyo.

   Cuando acabó la ceremonia me encerré en casa. Estirada en el sofá intenté leer algo, pero no podía concentrarme, por algún motivo todo aquel silencio me crispaba los nervios. Cerré el libro, cogí mi reproductor de MP3 y volví a calzarme las botas de montaña. Necesitaba desconectarme y, si no podía hacerlo leyendo, tal vez lo lograría paseando.

   El sol de media tarde mantenía los caminos perfectamente iluminados. Inspiré hondo y me adentré en el bosque, más allá del claro en el que me encontré con Víctor. Los caminos en desuso habían sido devorados por la maleza, mas conocerlos hacía que no necesitase más que los indicadores para senderistas pintados en los árboles y rocas. Me dejé arrastrar por la relajante visión de la naturaleza, absorta, sin prestar atención a nada más; hasta que la luz del día menguó.

   Me quité los auriculares. Recorriendo los viejos senderos había llegado a la minúscula ermita de Àrreu. No se oía nada, ni tan siquiera el piar de los pájaros. Àrreu al completo, abandonado por completo en 1980, incomunicado por carretera, atrapado en el tiempo como una vieja e inquietante postal.

   Estaba sola, rodeada de silencio y maleza, de viejas y mohosas tumbas que ya nadie visitaba. Nadie depositaba allí flores frescas ni lloraba a sus muertos. Ya no.

   Me arrodillé ante una de las lápidas, frente a ella había unas flores de plástico. Desentonaban con la decadencia del lugar. Busqué el nombre en la lápida, pero el musgo no me permitía hacerlo, así que deslicé mis dedos por la piedra, dejando que la humedad mojase mis dedos. Sentí algo similar a una J seguida de una Ú y una L.

   Aparté los dedos como si quemase e intenté levantarme, pero no pude. Mis piernas estaban atrapadas por unas enredaderas que antes no estaban allí.

   Presa del pánico miré alrededor. Volví a ver a Víctor. Me estaba mirando, inmóvil, en silencio.

   —Víctor… —susurré.

   Las raíces iban enredándose en mi cuerpo, las ramitas se clavaban en mi piel. No podía chillar, a penas me salía la voz, y aunque hubiese podido hacerlo, allí no había nadie que pudiese escucharme.

   —Víctor, ayúdame…



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En el texto hay: fantasmas, folklore catalan

Editado: 06.02.2022

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