III
No podía ver nada, ni el suave contorno de ningún objeto recortado contra las sombras. Tampoco oía nada, a parte de mi respiración, agónica, atropellada, pesada. Me dolía el cuerpo bajo la presión de la maleza que me aprisionaba.
Intenté chillar. También hablar. Pedir ayuda. Suplicar. Pero de mi garganta no brotó palabra alguna, ni tan siquiera un quejido.
¿Qué había pasado? No estaba segura. Recordaba haber llegado a Àrreu, a su pequeña ermita con su cementerio tan olvidado como el resto del pueblo. La tumba mohosa y mis dedos húmedos recorriendo el musgo en busca de un nombre, mi tacto devolviéndome tres letras “Júl”, entonces algo me había atrapado, algo vivo y siniestro. La naturaleza apresándome. Víctor, de nuevo, allí mirándome.
Víctor. ¿Acaso era cosa suya? ¿Estaba vengándose por qué me había marchado? Pero no parecía enfadado, se le veía preocupado, mas si no era él ¿entonces quién?
El calor emanaba del suelo cual incendio. Traté de moverme sin lograrlo. Respiré, el aire olía a barro y ceniza. Recordé entonces las viejas leyendas sobre el fuego que hace desaparecer pueblos enteros, borrándolos del mapa, como si sólo hubiesen sido una ensoñación de alguien demasiado imaginativo. Senderistas que se habían desvanecido entre la niebla. La gente decía que era cosa de las brujas, las que habían ardido en las piras y que, ahora, se vengaban de aquel que se atreviese a pisar su territorio.
El calor era sofocante, mi piel ardía, mis huesos parecían a punto de fundirse. Quería huir y no podía hacerlo.
«Víctor, ayúdame, por favor. Si estás ahí, ayúdame» pensé, impotente, aterrorizada.
¿Iba a desaparecer yo también? ¿Me desvanecería entre la niebla como un polvoriento recuerdo? ¿Ardería en mitad de la nada, consumiéndome hasta no dejar rastro? Ya no quedaba nadie que pudiese echarme en falta, nadie que viniese a buscarme; en el pueblo darían por hecho que me había marchado sin más, ya nada me retenía allí.
Cerré los ojos con fuerza para volver a abrirlos, con la esperanza de que mi vista me devolviese alguna imagen, la que fuese. Oscuridad, densa, impenetrable. El silencio pesando como una piedra sobre mí.
Mi cuerpo entumecido bajo la presión que me rodeaba, ardiendo presa del calor, mis sentidos inútiles que no daban pista alguna de lo que me rodeaba. Atrapada, tal vez para siempre.
Una mano de gélidos dedos rozó mi mejilla y una fantasmal risa femenina se coló en mis oídos.
«Voy a morir» pensé entonces, con la terrible certeza cayendo como una losa sobre mí.