IV
Sobresaltada abrí los ojos topándome con el techo, sentí bajo mi cuerpo un mullido colchón y me relajé, volviendo a cerrarlos. Estaba en casa, lo había soñado todo. Suspiré aliviada. Me moví hasta quedar tumbada de lado para poder mirar por la ventana, pero allí no había ventana alguna, no era mi casa.
—Víctor —musité tratando de no sonar aterrada. Él asintió, tumbado a mi lado—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estamos?
—Estamos en Sant Quirs.
—Sant Quirs no…
«Existe» pensé, pero no lo dije. Hay tres versiones diferentes de la misma leyenda sobre Sant Quirs y Rose, en dos de ellas se nombra el pueblo de Sant Quirs extinto a causa de la peste, y en la otra se habla sólo de una casa en medio del bosque de Rose. Un pueblo entero borrado del mapa.
—Es una leyenda —repliqué—. Lo sabes tan bien como yo.
—Júlia, las leyendas siempre tienen algo de realidad tras ellas.
—¿Por qué estás aquí? ¿Qué es lo que quieres de mí?
Víctor pareció dudar, se sentó sobre la cama y se abrazó las rodillas.
—Te echaba de menos, quería que volvieras, aunque sabía que no debías hacerlo —susurró. Traté de incorporarme, pero me dolía el cuerpo entero, miré mi brazo que estaba lleno de marcas de ligaduras. Nada de aquello había sido un sueño, como había pensado al despertar—. Te atraje al bosque, esperando que te asustases y te marchases antes de que fuese demasiado tarde. Antes de que quedases aquí atrapada conmigo.
—No entiendo nada, Víctor.
—Se encapricha de alguien, le persigue hasta hacerle perder la razón, hasta que ya no queda nada. Pero contigo todo ha sido más rápido, porque estás sola…
Un chillido se alzó desde el exterior, seguido de otro más y otro, y otro…
Víctor se tumbó y me abrazó, su cuerpo estaba frío.
—La noche de mi accidente, tú tendrías que haber venido conmigo.
—Pero me dolía la cabeza y me quedé en casa —afirmé enterrando la cara en su hombro, como hacía cuando éramos un par de adolescentes y estaba asustada.
—Estaba enfadado contigo, creí que era una excusa porque habíamos discutido. Iba más rápido de lo normal, la noche era clara y la luna brillaba iluminando la carretera. La moto rugía sobre el asfalto, mientras yo seguía dándole vueltas a nuestra pelea.
»En una de las curvas vi lo que me pareció un niño en el arcén, me distraje mirándole, al llegar a su altura me mostró una sonrisa siniestra de dientes puntiagudos y blancos.
»Escuché un claxon, aparté la vista de aquella curva. Lo último que alcancé a ver fueron los faros del camión que venía de frente, me había metido en su carril. No pude esquivarlo.
»Aquí, esa cosa, reúne a sus víctimas.
—¿Quieres decir que estoy muerta?
—No, aún no, pero espera que mueras.
—¿De quién hablas?
Se encogió sobre sí mismo como si le doliese algo, apretando el abrazo. No contestó. Fuera los lamentos continuaban su sinfonía macabra.