VII
Gimoteé mientras me arrastraba, obligándome a ignorar el dolor y la lluvia. Aquella cosa no parecía seguirme, aunque podía oír su risa.
Las piedras y la maleza me arañaban los brazos, mas no me detuve. Quería salvarme. Quería vivir. Avanzar, en eso me concentré, en no detenerme.
Vi una ondulación entre los árboles, llena de esperanza continué, arrastrándome penosamente por la broza. Casi podía tocarla con los dedos. Vislumbré la carretera, la C-13, y su punto negro más famoso, en pie en mitad del carril de subida, en plena curva, había una figura inmóvil y oscura, temiendo que fuese algún amiguito de aquella cosa me agazapé, aún más, y la observé con terror.
Era una mujer, podía distinguir la curva de sus pechos bajo la ropa empapada, no era demasiado alta y se la veía delgada y frágil. Mantenía el rostro alzado hacia el cielo, como si tratase de contemplar la luna entre las nubes tormenta. Cuanto más la miraba más conocida se me hacía, aunque la lluvia no me permitía verla con claridad. Decidí dejar de esconderme. No iba a detenerme ahora que estaba tan cerca de la salida de aquella pesadilla.
Apoyé las manos en el suelo y me incorporé; sintiéndome un poco mareada inspiré hondo. No podía desfallecer, no ahora, estando tan cerca de la carretera. Me levanté tambaleante, la risa a mis espaldas cesó, pero no miré atrás.
Di un paso, después otro y otro más. El dolor del costado era casi insoportable, las piernas me pesaban y me ardían los brazos por los arañazos. La lluvia empezaba a convertir el terreno en una trampa de fango.
Sin aquella risa el sonido de la lluvia era abrumador.
Alargué los dedos hasta casi rozar aquella ondulación que me separaba de la carretera, la mujer al otro lado seguía allí como una estatua.
Empecé a oír el ruido de un motor que se acercaba, el eco en las rocas me impedía saber de en qué dirección venía. El sonido estaba cada vez más cerca, pero no podía ubicarlo, sería peligroso saltar al asfalto, pero si no lo hacía tal vez jamás podría huir. Esperé unos segundos más, esperando ver la luz de los faros. Cuando se dejaron ver iluminaron a la mujer, entonces la reconocí, era yo la que estaba en mitad de la carretera, inmóvil mirando la tormenta.
—¡No! —chillé atravesando la barrera ondulante.
Chirrido de neumáticos. Un golpe seco. Dolor.
Rodé por el asfalto, dolor intenso.
—¡Joder! ¿está muerta?
—¿Qué coño estaba haciendo en medio de la carretera?
—E-estaba ahí plantada, no… no he podido…
Pasos acercándose.
Aturdimiento.
—¡Llama a una ambulancia! Creo que aún es…
Silencio.
—Teee teeengooo —susurró aquella voz de anciana para después reírse—. Que divertida eres. Nunca estuviste en pie en la carretera.
Oscuridad.