Café a media tarde

CAPÍTULO I

Muchas veces siendo niña se había preguntado que era aquello tan cautivador de la pequeña ciudad en la que su padre había crecido como para que él nunca desease salir de ahí. Sentada en el mueble marrón de la sala de estar de sus abuelos, con una taza de té verde caliente, la especialidad de su abuela, lo pudo comprender. Había un encanto único en esa ciudad que lograba atrapar a cualquiera, el cual, se encontraba avergonzada de admitir, jamás había notado hasta que no lo tuvo en la cara.

       ― ¿Y qué tal todo en la Universidad? ¿Mmm? Señorita ingeniera industrial.

Dejó escapar una risa sincera al escuchar las palabras complacidas y dulces de su abuela mientras la mujer se sentaba en el sillón individual perpendicular al de ella, dejando una bandeja con galletas y té en una mesita cercana.

      ― Bien, un gran cambio y todo, hubo momentos en los que sí que tenía ganas de salir de ahí, pero, nunca pasó a mayores.

       ― Tal como debe de ser ― los ojos grises de su abuela la observaban tiernamente y con orgullo apenas contenido ―. Pero era bastante obvio, siempre fuiste una niña muy testaruda y decidida, por no agregar que ― sacó pecho de forma exagerada ― heredaste MÍ inteligencia.

Rebecca sonrió de buena gana al escuchar los pasos de su abuelo aproximarse.

      ― ¿Qué es eso que ha llegado a mis oídos? ― preguntó el hombre con su profunda voz.

Siempre había notado el contraste, mientras que su abuela era toda gracia, belleza y rasgos suaves y placenteros, su abuelo era su contraparte: grande, fornido y de facciones duras, con manos grandes y firmes, siempre hábiles para ayudar a sus nietos a hacer maquetas o perfectas para hacer realidad cualquier capricho de su abuela; por el contrario las manos de su abuela, incluso arrugadas, eran suaves y siempre gentiles a la hora de limpiar las heridas de alguna de las caídas que sus nietos sufrían durante sus travesuras o juegos.

      ― La verdad, que nuestra nieta heredó MÍ inteligencia.

      ― Pero ¡qué dices! Si heredó MÍ inteligencia.

  Volvió a reír animadamente mientras los escuchaba “discutir” y tomaba un poco más del té de su abuela.

De repente la puerta se abrió, y pronto llegó a su campo de visión un muchacho de cabello rubio rizado.

Apenas y pudo verle el rostro antes de encontrarse apretada por sus brazos.

      ― Te extrañe tanto.

      ― Y yo a ti. Por lo menos, ahora sabes lo que se siente.

Pronto fue separada de sus brazos y la estrecharon otros. El aroma de su padre invadió por completo sus fosas nasales y la hizo sonreír en su saco.

No importaba que la hubiese visto hace apenas una semana en la entrega de diplomas, lo había extrañado tanto durante esos años que tuvieron que estar separados.

      ― ¡Rebecca!

La voz demandante no podía ser de nadie más que de su hermano Lisandro. Regresó a verlo y notó que ahora le llegaba a la cadera.

Le desordenó cariñosamente el cabello y se agacho a su altura.

      ― No hay un abrazo para tu hermana favorita ― preguntó con sus brazos extendidos.

El aniñado rostro de su hermano se arrugó en una expresión que reflejaba la aversión que el pequeño sentía a tener alguna muestra de cariño con su hermana frente a tantas personas.

Rebecca solo lo jaló y lo estrechó contra ella.

      ― También te extrañé tornadito.

El niño arrugó su nariz de botón al sobrenombre, pero no dijo nada y se pegó más a ella.

      ― Tu hermano, nos ha sacado varias canas a tu abuela y a mí.

Rebecca se paró para ver a su madre.

      ― Y eso, ¿por qué?

Escuchó el suspiro de su abuela.

      ― Él y tus primos siguen empeñados en esa tradición de jugar todos los jueves en la cancha de fútbol.

Regresó su mirada a su madre, la cual asintió con una sonrisa entre cansada y feliz de verla después de tanto tiempo, y luego hacia su primo con una mirada inquisidora.

El muchacho se encogió de hombros y le ofreció una sonrisa inocente.




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