Café a media tarde

CAPÍTULO III REBECCA

Blanco, blanco, blanco, y más blanco.

Era un corredor de infinito blanco.

La luz era lo que más me molestaba.

Demasiado brillante.

Demasiado pura.

Demasiado… falsa

El desagradable olor de inmaculada limpieza inundó mi nariz. Me resultaba desagradable aquel olor tan aseado, como si no supiese en realidad cuantas bacterias existían en ese lugar, como si no supiese que aquel lugar podría estar oliendo que un cementerio.

Tap tap tap tap tap.

Veía la rodilla a lado mío subir y bajar, ansiosa, rebotando contra el piso. 

      ― Basta ya Hugo.

Tap tap tap tap tap.

El movimiento fue más veloz, más desesperado.

      ― ¡Detente! ― solté por fin.

 Él se paró de un brinco, su cabello negro cayendo sobre su frente de forma cómica, y el resto siendo tapado por su capucha gris.

Sus manos, escondidas en sus bolsillos, seguramente se encontraban apretadas en fuertes puños.

Y entonces empezó a hacer algo que me irritó aún más.

Comenzó a caminar por todo el largo del corredor, ya no solo eran tonos blancos, ahora también había un punto gris y azul moviéndose de un lado al otro.

Sus zapatos empezaron a dejar pequeños rastros de la arena de la cancha en la que estaban jugando fútbol con el resto, al ver la arena sonreí un poco, solo un poco.

Por suerte él había decidido dirigirse un poco antes a la casa de la abuela y llegó justo cuando la ambulancia se la estaba llevando. Resolvimos en ese instante que él, aún aturdido y asustado, iría con ella y yo en mi automóvil, dejándome la tarea de llamar con las manos temblorosas y las mejillas mojadas a mi madre.

El estómago me dolía, lo sentía vacío, lo cual era ilógico, acababa de comer galletas y té en casa de los abuelos.

Claramente sabía que mi dolor nada tenía que ver con la comida, se trataba del miedo, lo sentía hacer su camino desde la boca de mi estómago hasta mis ojos, donde se reflejaba con frescas lágrimas rodando por mis mejillas.

Y mi querido hermanito Hugo no hacía nada para que la situación mejorase.

Cuando llegué había agradecido verlo sentado en el pasillo, así no tendría que esperar sola, pero con sus nerviosos movimientos me estaba empezando a irritar.

      ― Hugo, juro que si no te quedas quieto te voy a clavar los pies al piso ― dije con los dientes apretados y claramente irritada.

Antes de que pudiese cumplir mi amenaza escuché los pasos pesados y apresurados pasos de los zapatos de zuela de mi abuelo.

Viré mi cuello tan rápido que sentí un dolor punzante en uno de sus costados.

Ahí estaba él, su rostro sonrosado por el esfuerzo, su chompa mal acomodada, lo que le hacía ver más robusto de lo que en realidad era, y con mi primo atrás, intentando alcanzarlo.

Cuando llegó hasta mí, sus ojos se encontraban empapados.

Sé lo que sus ojos me pedían, me pedían tan desesperadamente que dijese que los médicos ya me habían dado noticas alentadoras, pero no podía hacerlo; si había algo que jamás le haría a ese hombre era ofenderlo con una mentira, nunca podría causarle semejante daño.

Así que hice lo único que me vi capaz de hacer.

Negué con la cabeza.

Su rostro se quedó como una piedra por un momento, y luego de sentarse, con el mismo rostro inexpresivo, se fue en llanto.

Era desalentador ver como un hombre tan en control de sí mismo y de lo que ocurría a su alrededor se veía impotente ante la naturaleza y las situaciones inevitables que la vida suele poner en nuestros caminos.

“Hay cosas que ni el más fuerte de nosotros puede soportar.” Me dije a mí misma al ver las lágrimas cristalinas derramarse libremente por sus mejillas.

 

Estábamos reunidos en una mesa en el café de la calle de Luz, el mejor café de toda la ciudad. Mi abuelo se había quedado a pasar la noche con la abuela, los médicos habían informado que había sido un pre infarto y él insistió en quedarse a su lado. Ninguno de nosotros se lo iba a negar.

      ― Hay que avisarle ― dijo la voz del único adulto en nuestra mesa.




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