Café a media tarde

CAPÍTULO IV WILLIAM

Solía tomar por las mañanas té verde con miel de abeja, su madre solía prepararlo cada que el sol se alzaba, y él lo detestaba, pero se lo tomaba, agregándole un poco de miel para poder pasarlo. Desde niño que tomaba ese té, y aún no le agradaba el sabor. Pero lo hacía, porque así era la vida, hacías cosas que no te gustaban porque simple y llanamente tenías que hacerlo. Como beber el té que detestabas, porque tu madre lo hacía, y simplemente tenías que bebértelo, como ir a la escuela y trabajar; eran cosas que se hacían y punto, nadie las discutía, eran necesarias, no las podías evitar, al igual que envejecer.

Pero había algo que él nunca haría: casarse.

Sí, le tenía miedo al compromiso, y no se sentía avergonzado de admitirlo.

Esa era otra de las cosas que las personas solían decir no se podía escapar, él tenía treinta y nueve años, rozando los cuarenta, y seguía soltero y sin compromiso. Su madre le solía preguntar cuándo encontraría esposa y sentaría cabeza. La verdad era que, a pesar de los esfuerzos de su madre, no creía en el matrimonio, cada que su madre traía el tema él decía: “El día que me case será un día tan trascendental que puede que hasta yo decida asistir solo por la novedad de hacerlo.”

Había cosas que simplemente hacías porque tenías que hacerlas, como tomarte un té que detestabas, o saltarte ese pequeño ritual en la mañana.

Era precisamente lo que hizo ese diecisiete de julio, saltarse su pequeño ritual de té, el cual había aprendido a hacer viendo a su madre todas las mañanas, para remplazar la bebida verde con un café en sus manos, lo veía con auténtica curiosidad en su envase blanco de espuma flex y el pequeño y fino sorbete negro de intruso en el puro líquido negro, sin rastro alguno de espuma en el agua negra.

En el café se formaron unas ondas, sintió sal en sus labios. 

Sollozos femeninos llegaron una vez más a sus oídos, sintió a alguien sentarse a su lado e instantáneamente colocó un brazo sobre los anchos hombros de la figura, empezó a tener espasmos, haciendo que su brazo se moviese al ritmo de la figura. William lo pegó a su cuerpo y empezó a mover su mano sobre el brazo enlanado del muchacho. Sin regresar a verlo empezó a acariciar los rulos del chico. Levantó el rostro y fijo sus ojos en el techo.

Se volvían a formar ondas en el café.

     — Ni siquiera me gusta el café ― dijo poniéndose recto de repente y soltando al joven. Su voz sonaba oxidada, le sonó extraña a él mismo.

     ― ¿Por qué lo has cogido entonces? ― preguntó el otro con voz apretada y en susurros, como si estuviese aguantando las ganas de reírse de él. A William le pareció demasiado extraño.

    ― Es mejor que el té – respondió encogiéndose de hombros.

El chico dejó salir una pequeña y ahogada risa.

Sonrió internamente.

     ― La abuela no estaría muy feliz si te escuchase ― dijo aún en susurros, pero con un toque de diversión en sus palabras.

Se volvió a encoger de hombros discretamente.

    ― Mamá no se puede quejar, al final siempre me lo tomo en silencio, a pesar de odiarlo.

 Se quedaron en silencio.

Fijó su atención en una rosa blanca frente a ellos.

El chico parecía ansioso, como si quisiese hacer una pregunta, pero no estaba seguro de hacerla. Esperó pacientemente hasta que escuchó el suspiro.

    ― ¿Pudiste contactarlo?

Fue su turno de lanzar un suspiro, sabía a quien se refería.

     ― Lo intenté, pero nadie contesta las cartas, de seguro se mudó.

Pasaron un momento en silencio, con el muchacho recostado sobre su pecho y él acariciando sus rizos dorados.

Sin previo aviso el chico se paró como si le hubiesen dado corriente. Lo vio apartarse, estaba demasiado cansado para detenerlo.

Cuando llegó al pie de las gradas otros tres chicos ya estaban a sus espaldas y una chica alta pelirroja se levantaba de su asiento a un costado de donde el grupo se encontraba.

El chico de los rulos rubios subió las gradas y se acercó a la caja de pino con paso débil pero decidido. Los otros cuatro jóvenes de vestimentas negras lo acompañaron.

La pelirroja puso una mano sobre la espalda del chico cuando este se inclinó sobre la caja de pino. La espalda del chico empezó a dar pequeños saltos y espasmos, provocando que todo su cuerpo empezara a temblar. Uno de los chicos colocó su mano en el hombro del que estaba inclinado.




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