Cuando niña mis padres siempre me recordaban que el balance era la clave de la vida, y que las personas que no tenían ese don tan preciado no merecían de la más mínima de mis atenciones; era fácil detectar a una persona sin balance; una por la que no merecía la pena rebajarse, ya que perderías ante sus mañas, y en mí familia no se tomaba el fracaso de buena manera; solían presentar rasgos característicos: no vivían ni dejaban vivir; criticaban cada pequeña cosa que hacías, pero nunca hacían nada para mejorar lo que no les gustaba.
Y era fácil el camino al equilibrio: No juzgar; no criticar; y no quejarse.
En mi casa no existía más normas que aquellas que estaban para dar equilibrio a cada miembro individual de la familia. Eran sencillas de seguir: la regla de oro era tener balance, la siguiente era no molestarse con personas sin balance; y la última de todas: nunca hacer promesas con una persona que careciera del valor que más valorábamos.
El problema era que yo siempre terminaba con aquellos que en mi familia se consideraba persona non grata. Y el amor era una promesa eterna. Lo bueno es que siempre pensé que las promesas no eran más que palabras hechas de aire.
Otro problema era que yo, a diferencia de mis padres que parecían nunca ser perturbados por nada, había heredado el temperamento del lado equivocado de la familia. Mis padres poseían tanto control y calma que resultaban inhumanos; mi malgenio era tan grande que parecía fuera de este mundo.
Lo había intentado, de verdad que lo había hecho, había intentado ignorar al hombre tan completamente fuera de balance en mi oficina, con el que siempre discutía acerca de café y té verde, porque el hombre no entendía cómo podía consumir sustancias de “tan mal gusto”. En cada una de nuestras interacciones me recordaba cada una de las lecciones de mis padres, estoy segura que de conocerlo, él no pasaría su radar de balance, por su sonrisa de lado, la manera en que su mirada castaña reflejaba aquella adversidad tan ridículamente inmensa al té y al café, y sobre todo, su miedo al compromiso; todas estas características lo hacían terrible a los ojos de mi familia, y lo que lo hacía exactamente el tipo de persona con la que terminaría haciendo promesas.
Y lo supe, lo supe desde el primer momento en que lo vi arrugar la nariz a la mera mención del matrimonio, que él sería el siguiente abalanzado del que terminaría enamorada.
Y solo para aclarar, no era que yo le temiese al compromiso; tomando en cuenta que aquello era el epítome de balance; era tan solo que, por alguna razón ridículamente bizarra, me veía atraída por ese tipo de hombres. Y aquello era terrible, porque cualquier relación con un hombre sin balance estaba destinado al fracaso, más aún si le temía al compromiso, era lógico.
Fue un Miércoles en el que me había despertado incluso antes de que el despertador sonase para poder bañarme; había preparado mi desayuno mientras me arreglaba el cabello, me había cepillado los dientes; me había vestido con un terno que me había costado setenta dólares y unos zapatos de otros cien; después había tomado mi bolso y llaves para ir al parqueadero de la casa en la que vivía, mientras revisaba mi celular y cerraba la puerta de mi casa, fue una suerte que estuviese en venta cuando me mudé, de otra forma no habría podido encontrar un lugar para vivir; me había subido al automóvil y casi al instante en el que mis cosas tocaron el asiento de acompañante arranqué, para terminar atrapada en el tráfico, que, a pesar de no ser catastrófico dado que no habían tantos carros, me irritaba mucho, de camino a la compañía publicista para la que trabajo, una que se encontraba en el centro de la ciudad.
Había entrado al área de edición para empezar a trabajar, dejé unos papeles en la parte de diseño y me entregaron el nuevo formato de la publicidad que llevaba tres meses y medio en espera, continué trabajando durante dos horas, cuando se me ocurrió ir por un poco de café y, obviamente, me lo encontré; recodé que el día anterior no había ido.
― Buenos días ― dije por cortesía.
― Buenos días señorita Cevallos ― respondió con una sonrisa.
Yo me serví el café en la tasa que siempre utilizaba para tomar café, y él, como siempre, hizo una mueca.
Yo rodé los ojos.
― Veo que le gusta mucho el café.
― Qué gran descubrimiento ingeniero Ballesteros, no es como sí me hubiese visto tomándolo durante el tiempo que he estado aquí ― dije dando un sorbo y pegándome al mesón.
― Pasa que durante estos seis meses no he caído en cuenta en su gran agrado de aquella bebida negra.